Un Blog Sobre Reflexiones Y Refracciones...

Bajo la influencia de la Especia Melange, la Especia de las Especias...

miércoles, 28 de julio de 2010

El Mundo Tal Como Yo Lo Veo

Inmerso en una interesantísima biografía de Albert Einstein como me encuentro, me resulta imposible resistirme a dejar en el blog una magnífica declaración de principios y actitudes personales, que tuvo la suerte de poder reflejar Forum & Century del famoso físico y algo para mí totalmente desconocido hasta que cayo en mis manos este libro, humanísta. Sólo puedo añadir que me dejo profundamente impactado y me sentí conmovidamente identificado, desde el principio al final, por la filosofía de su contenido y por la genialidad en su forma de expresión. Espero que os guste tanto como a mí.

¡Qué extraña suerte la de nosotros, los mortales! Estamos aquí por un breve período; no sabemos con qué propósito, aunque a veces creemos percibirlo. Pero no hace falta reflexionar mucho para saber, en contacto con la realidad cotidiana, que uno existe para otras personas: en primer lugar para aquellos de cuyas sonrisas y de cuyo bienestar depende totalmente nuestra propia felicidad y luego, para los muchos, para nosotros desconocidos, a cuyos destinos estamos ligados por lazos de afinidad. Me recuerdo a mí mismo, cien veces al día, que mi vida interior y mi vida exterior se apoyan en los trabajos de otros hombres, vivos y muertos, y que debo esforzarme por dar la misma medida en que he recibido y aún sigo recibiendo. Me atrae profundamente la vida frugal y suelo tener la agobiante certeza de que acaparo una cuantía indebida del trabajo de mis semejantes. Las diferencias de clase me parecen injustificadas y, en último término, basadas en la fuerza. Creo también que es bueno para todos, física y mentalmente, llevar una vida sencilla y modesta.

No creo en absoluto en la libertad humana en el sentido filosófico. Todos actuamos no solo bajo presión externa sino también en función de la necesidad interna. La frase de Schopenhauer "Un hombre puede hacer lo que quiera, pero no querer lo que quiera" ha sido para mí, desde mi juventud, una auténtica inspiración. Ha sido un constante consuelo en las penalidades de la vida, de la mía y de la ajena, y un manantial inagotable de tolerancia. El comprender esto mitiga, por suerte, ese sentido de la responsabilidad que fácilmente puede llegar a ser paralizante y nos impide tomarnos a nosotros y tomar a los demás excesivamente en serio; conduce a un enfoque de la vida que, en concreto, da al humor el puesto que se merece.

Siempre me ha parecido absurdo, desde un punto de vista objetivo, buscar el significado o el objeto de nuestra propia existencia o del de todas las criaturas. Y, sin embargo, todos tenemos ciertos ideales que determinan la dirección de nuestros esfuerzos y nuestros juicios. En tal sentido, nunca he perseguido la comodidad y la felicidad como fines en sí mismos. Llamo a este planteamiento ético "el ideal de la pocilga". Los ideales que han iluminado mi camino y me han proporcionado una y otra vez nuevo valor para afrontar la vida alegremente, han sido la belleza, la bondad y la verdad. Sin un sentimiento de comunidad con hombres de mentalidad similar, sin ocuparme del mundo objetivo, sin el eterno inalcanzable en las tareas del arte y de la ciencia, la vida me habría parecido vacía. Los objetivos triviales de los esfuerzos humanos (posesiones, éxito público, lujo) me han parecido despreciables.

Mi profundo sentido de la justicia y la responsabilidad social han contrastado siempre, curiosamente, con mi notoria falta de necesidad de un contacto directo con otros seres humanos y otras comunidades humanas. Soy en verdad un "viajero solitario" y jamás he pertenecido a mi país, a mi casa, a mis amigos, ni siquiera a mi familia inmediata, con todo mi corazón. Frente a todos estos lazos, jamás he perdido el sentido de la distancia y una cierta necesidad de estar sólo; sentimientos que crecen con los años. Uno toma clara conciencia, aunque sin lamentarlo, de los límites del entendimiento y la armonía de las otras personas. No hay duda de que con esto uno pierde parte de su inocencia y de su tranquilidad; por otra parte, gana una independencia respecto a las opiniones, los hábitos y los juicios de sus semejantes y evita la tentación de apoyar su equilibrio interno en tan inseguros cimientos.

Mi ideal político es la democracia. Que se respete a cada hombre como individuo y que no se convierta a ninguno de ellos en ídolo. Es una ironía del destino que yo mismo haya sido objeto de excesiva admiración y reverencia por parte de mis semejantes, sin culpa ni méritos mios. La causa de esto quizá sea el deseo, inalcanzable para muchos, de comprender las pocas ideas a las que he llegado con mis débiles fuerzas gracias a una lucha incesante. Tengo plena conciencia de que para que una sociedad pueda lograr sus objetivos es necesario que haya alguien que piense y dirija y asuma, en términos generales, la responsabilidad. Pero el dirigente no debe imponerse mediante la fuerza, sino que los hombres deben poder elegir a su dirigente. Opino que un sistema autocrático de coerción degenera muy pronto. La fuerza siempre atrae a hombres de escasa moralidad, y considero regla invariable el que a los tiranos de talento sucedan siempre pícaros y truhanes. Lo que es realmente valioso en el espectáculo de la vida humana no es, en mi opinión, el estado político, sino el individuo sensible y creador, la personalidad; sólo eso crea lo noble y lo sublime, mientras que el rebaño en cuanto a tal, se mantiene torpe en el pensamiento y torpe en el sentimiento.

Este tema me lleva al peor producto de la vida de rebaño, al sistema militar, el cual detesto. Que un hombre pueda disfrutar desfilando a los compases de una banda militar es suficiente para que me resulte despreciable. Le habrán dado su gran cerebro solo por error, le habría bastado con médula espinal desprotegida. Esta plaga de la civilización debería abolirse lo más rápidamente posible. Ese culto al héroe, esa violencia insensata y todo ese repugnante absurdo que se conoce con el nombre de patriotismo. ¡Con qué pasión los odio! ¡Qué vil y despreciable me parece la guerra!. Preferiría que me descuartizasen antes de tomar parte en actividad tan abominable. Tengo tan alta opinión del género humano que creo que este espantajo habría desaparecido hace mucho tiempo si los intereses políticos y comerciales, que actúan a través de los centros de enseñanza y de la prensa, no corrompiesen sistemáticamente el sentido común de las gentes.

La experiencia más hermosa que tenemos a nuestro alcance es el misterio. Es la emoción fundamental que está en la cuna del verdadero arte y de la verdadera ciencia. El que no la conozca y no pueda ya admirarse, ni maravillarse, está como muerto y tiene los ojos nublados. Fue la experiencia del misterio (aunque mezclada con el miedo) la que engendró la religión. La certeza de que existe algo que no podemos alcanzar, nuestra percepción de la razón más profunda y la belleza más deslumbradora, a las que nuestras mentes solo pueden acceder en sus formas más toscas..., son esta certeza y esta emoción las que constituyen la auténtica religiosidad. En este sentido, y solo en este, es en el que soy un hombre profundamente religioso. No puedo imaginar a un dios que recompense y castigue a sus criaturas, o que tenga una voluntad parecida a la que experimentamos dentro de nosotros mismos. Ni puedo ni querría imaginar que el individuo sobreviva a su muerte física; dejemos que las almas débiles, por miedo o por absurdo egoísmo, se complazcan en estas ideas. Yo me doy por satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con la conciencia de un vislumbre de la estructura maravillosa del mundo real, junto con el esfuerzo decidido por abarcar una parte, aunque sea muy pequeña, de la Razón que se manifiesta en la misma naturaleza.

Albert Einstein, publicado por primera vez en Forum & Century, vol. 84, págs. 193 - 194, el número 13 de la serie Forum, "Filosofías actuales". Incluido también en Living Philosophies (Nueva York: Simon & Shuster, págs. 3 - 7).




lunes, 12 de julio de 2010

Nostalgia De La Calor

La historia que os cuento ocurrió hace mucho tiempo, mucho tiempo antes de que todos tuviésemos la obligación de divertirnos en vacaciones, cuando todavía no nos sentíamos desgraciados por haber pasado el verano en la misma casa, en la misma calle, con los mismos amigos; cuando las vacaciones no estaban cargadas de nuevas obligaciones. Esta historia pasó cuando, a la vuelta del estío, no teníamos que exhibir ante los demás un catálogo de fotos insulsas, de ciudades desconocidas y de sufridos itinerarios, cuando no marcábamos en una pistola imaginaria una muesca más, por una nueva ciudad anonimamente conquistada. Entonces estabamos enamorados del verano, de su minuciosa lentidud, de gozar ese tiempo extendido en el que la historia se paraba y el reloj dónde con detenimiento pasaban las horas, se tornaba desigual, con remansos oscurantísimos, como en un cuadro de mi admirado Dalí.
Aprendimos entonces, a amar el verano con las siestas impuestas y forzosas, el religioso silencio y la imagen infantil, junto a colchones hinchables y camastros, del cuarto a oscuras, tan sólo atravesado por las rayas horizontales que dejaban los resquicios de las persianas, proyectando lo que ocurría en la calle, los lentos pasos de algún cansino caminante o de algún coche. Entonces amabamos, en el verano, la carne jugosa de frutas deliciosas, comenzando por la humilde sandía, en la que nos sumergíamos de oreja a oreja, impregnandonos de su rojo coral y frescor. ¿Lo recordaís?.

En aquellos tiempos, estabamos seducidos por el verano, la mayor libertad horaria, el empezar realmente la jornada cuando el sol se ocultaba y la ocupación de las calles hasta la madrugada, desde la terraza de los bares, hasta la hamaca en la puerta de nuestra casa, en nuestros pueblos. Te gustaba la aventura de acompañar a ese padre o a esa madre más calurosa, a dormir en la azotea, junto al balcón en el suelo, o en los lugares más insólitos de la casa donde el aire corría a veces y te regalaba una furtiva caricia.

Te parecía un tiempo de libertad en el que se instalaba en las consciencias de todos una relajación de costumbres, de horarios, de alimentos no aptos para el frío y austero invierno. En ese tiempo, se trastocaban las horas de entrada y salida, se relajaban las prohibiciones, salvo la de no molestar en la sagrada hora de la siesta, entonces todo estaba permitido. Te enamoró y nos enamoramos definitivamente, del olor del azahar tardío, del jazmín, del galán de noche, de la hierbabuena; unas fragancias que si las almas tienen sentidos, llevamos dentro desde la más tierna infancia.

Fue pasando el tiempo, y el verano te enredó con nuevos placeres: como ese breve espacio, a primeras horas de la mañana, en el que el aire era todavía suave y te sentías como ligero. Un tiempo para disfrutarlo en la soledad, con un cigarrillo y un libro en la mano, o con el diálogo imaginario con algún ser amado. Esas mañanas, que engañaban, que no anunciaban la batalla inmediata que comenzaba y que alcanzaba su cenit a mediodía, cuando los viandantes, pegados a las tacañas sombras que ofrecían las paredes, parecían espíritus que se daban a la fuga.

Muchísimo antes de que los aires acondicionados nos acentuarán esta intolerancia que sentimos al calor, cuando viajábamos a pleno sol con las ventanillas bajadas hasta el tope, los brazos afuera jugando con el ardiente aire, en aquellos tiempos todavía amabamos el verano, entonces disfrutabamos del placer de conducir de noche, ir al cine de verano, mirar el cielo buscando ver caer alguna estrella.

Con nostalgia, confieso que aún amo el verano, no el calor sofocante, sino la sombra, la naturalmente refrigerada oscuridad, el frescor que respiraban las casas ancianas a última hora de la tarde, el riego de los patios y las puertas de las calles, a base de cubos o con una manguera, que tras una primera vahada de calor, producía después una temperatura idílica, la que no podemos programar ni con el aparato de aire acondicionado más sofisticado. Pero los que más nos sigue fascinando a todos en esa sensación de infinitud, de tiempo sin tiempo, de eternidad, que nos ofrecía esta estación como ninguna otra.

Con todo esto no quiero decir que no me queje o no nos quejemos, sobre todo cuando llega la calor, más fiera y persistente que su congénere masculino. Todos apuraremos el día con la esperanza de que esta amaine, regatearemos con la hora de irnos a la cama y nos asomaremos al balcón, a la terraza, al patio, con la cabeza levantada, la vista al cielo, y la boca entreabierta como en una plegaria, una plegaria por una brizna de fresca brisa. Será entonces el momento de elegir entre dormir en sábanas calientes, con alguna caricia esporádica de un perdido soplo, o encender el aparato de aire acondicionado y dormir en ese país extraño sin sueños, a trompicones y con la sensación al día siguiente de no haber descansado. ¿No os pasa lo mismo?.

lunes, 5 de julio de 2010

El Camino Del Guerrero

Bushido, literalmente traducido como El Camino del Guerrero, era un modo de vida y un código para el Samurai, una clase de guerreros similar a los caballeros medievales occidentales, desarrollado en Japón durante las dinastías Heian y Tokugawa (s. IX - XII). Estaba fuertemente influenciado por el Zen y el Confucionismo, dos diferentes escuelas de pensamiento, predominantes durante estos periodos de tiempo. El Bushido pone énfasis en: "lealtad, autosacrifício, sentido de la verguenza, modales exquisitos, pureza, modestia, frugalidad, espiritú marcial, afecto y honor".


Estos son los siete principios que rigen el código del Bushido, "la perfección es una montaña con una cima inalcanzable, que hay que escalar todos los días":


1. GI. Honradez y Justicia.


Sé honrado en tus tratos con todo el mundo. Cree en la Justicia, pero no en la que emana de los demás, sino en la tuya propia.


Para un auténtico samurai no existen las tonalidades de gris en cuanto a la honradez y la justicia. Sólo existe lo correcto y lo incorrecto.


2. YUU. Bravura y Valentía.


Álzate sobre las masas de gente que temen actuar. Ocultarse en el caparazón como una tortuga no es vivir.


Un samurai debe tener valor heroico. Es absolutamente arriesgado. Es peligroso. Ser samurai es vivir la vida de una forma plena, completa, maravillosa. El coraje heroico no es ciego, es inteligente y extremadamente fuerte.


Reemplaza el miedo por la precaución y el respeto. El camino del valiente no sigue los pasos de la estupidez.


El samurai nace para morir. La muerte, pues, no es una maldición a evitar, sino el fin natural de toda vida.


3. JIN. Compasión.


Mediante el entrenamiento intenso el samurai se convierte en rápido y fuerte. No es como el resto de los hombres. Desarrolla un poder que debe ser usado en bien de todos.


El samurai tiene compasión. Ayuda a sus compañeros en cualquier oportunidad. Si la oportunidad no surge, se sale de su camino para encontrarla. 
La auténtica fuerza interior del samurai se vuelve evidente en tiempos de apuros.


4. REI. Cortesía.


El samurai no tiene motivos para ser cruel. No necesita demostrar su fuerza. Un samurai es cortés incluso con sus enemigos. Sin esta muestra directa de cortesía no somos mejores que los animales.


Un samurai recibe respeto no sólo por su fiereza en la batalla, sino también por su manera de tratar a los demás. Un alma sin respeto, es una morada en ruinas, debe ser derruida para levantarla de nuevo. 


5. MAKOTO. Sinceridad Absoluta.


Cuando un samurai dice que hará algo, es como si ya estuviera hecho. Nada en esta tierra lo detendrá en la realización de lo que ha dicho que hará.


No ha de "dar su palabra", no ha de "prometer". El simple hecho de hablar a puesto en movimiento el acto de hacer. Hablar y hacer son la misma acción.


6. CHUUGI. Deber y Lealtad.


Para el samurai, haber hecho o dicho "algo", significa que ese "algo" le pertenece. Es responsable de ello, y de todas las consecuencias que ello desencadene.


Un samurai es intensamente leal a aquellos que se encuentran bajo su cuidado. Para aquellos de los que es responsable, permanece fieramente fiel.


Las palabras y los actos de un hombre, son como huellas sobre la nieve; puedes seguirlas donde quiera que él vaya. Cuidado con el camino que sigues.


7. MEIYO. Honor.


El auténtico samurai, sólo tiene un juez de su propio honor, y es él mismo. 


Las decisiones que tomas y como las llevas a cabo, son un reflejo de quien eres en realidad. No puedes ocultarte de ti mismo.


La muerte no es eterna, el deshonor, si.




Mirumoto Jinto, Rikugunshokan del Clan del Dragón.