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Bajo la influencia de la Especia Melange, la Especia de las Especias...

sábado, 19 de noviembre de 2011

Il Divino

Genio artístico por antonomasia, Miguel Angel Bounarroti fue también un testigo privilegiado de su convulsa época. Su larga vida, 89 años, de 1475 a 1564, coincidió con un periodo crucial de la historia de Europa. Eran los tiempos en que la fé católica se desmoronaba ante el ímpetu de la Reforma protestante (iniciada por Lutero en 1517), tiempos en los que el astrónomo Copérnico revelaba a sus contemporáneos la verdadera posición de la Tierra en un sistema heliocéntrico, en que los relatos de viajes y el descubrimiento del Nuevo Mundo en 1492 generaban otra visión del universo, con nuevos lugares, razas y especies que no aparecían en la Biblia y que harían cuestionar muchas verdades anteriormente asentadas. Por otro lado, el desarrollo comercial y burgués y el pensamiento laico y científico fomentaron una nueva valoración del individuo y de la figura del artista. De todo ello se hizo eco el arte de Miguel Ángel, que evolucionó con el mundo que le rodeaba, reflejando sus expectativas, sus incertidumbres y sus crisis.


Miguel Ángel Buonarroti procedía de una vieja familia de mercaderes y banqueros de Florencia. Su paadre era un funcionario con una posición acomodada en la ciudad. Sin embargo, desde muy joven, Miguel Ángel se inclinó por la carrera artística, contra el deseo de sus padres. A los 13 años, un amigo de la familia lo llevó al taller de Domenico Ghirlandaio, para que se iniciara en las diversas técnicas de pintura, entre ellas la del fresco, que más tarde aplicaría con excepcional maestría en la capilla Sixtina. El artista se refería posteriormente con un cierto menosprecio a estos años de formación, ya que creía en su arte como un don divino, y no como fruto de su instrucción.


En 1489, un año después de ingresar en el taller de Ghirlandaio, Lorenzo de Médicis, gran mecenas de las artes, lo invitó a vivir y a formarse en su palacio. La corte de Lorenzo el Magnífico estaba compuesta por los más famosos poetas, filósofos y artistas de la época, y se convirtió para Miguel Ángel en su gran fuente de aprendizaje. Las tertulias filosóficas que se celebraban con frecuencia en el palacio, presididas por Marsilio Ficino (artífice de la resurrección del platonismo en unión al cristianismo), marcaron al joven aprendiz.


Al mismo tiempo, su estancia en la corte del Magnífico permitió a Miguel Ángel empaparse en el arte de la Antigúedad clásica, que desde hacía decenios se había convertido en el modelo inspirador de todos los artistas florentinos. Los jardines del palacio de Lorenzo albergaban una valiosa colección de escultura romana, que el joven Buonarroti pudo entudiar a fondo. Fue allí, de la mano de Bertoldo di Giovanni, un anciano discípulo de Donatello, donde tomó contacto con la escultura, que consideraría un arte superior desde entonces.


Las primera obras de Miguel Ángel dan fe de esta influencia clásica. Entre ellas se cuentan los relieves de Lucha de centauros y lapitas, inspirados en sarcófagos romanos. Ya en estos años su virtuosismo artístico era tal que se cuenta que una estatua suya fue vendida a un coleccionista haciéndola pasar por antigua. El engaño fue pronto delatado, pero el comprador, el cardenal Raffaele Riario, lejos de indignarse, se convirtió en mecenas del joven artista florentino.


Desde esta fase juvenil, el arte de Miguel Ángel presentaba rasgos originales, que iban más allá de la simple imitación de lo antiguo. Sus figuras traslucían una intensa fuerza, y aparecían como agarrotadas por una tensión interna. La obsesión por la representación del cuerpo humano fue una constante de su carrera. Ello no deja de ser paradójico tratándose de un hombre que fue un reconocido misántropo, pues a lo largo de su vida mantuvo malas relaciones con su familia, tal y como se deduce de las cartas a sus hermanos, y no aceptó nunca ayudantes en su trabajo, por grandes que fueran sus obras. Sin lugar a dudas, su personalidad fue tan áspera como dúctil su pincel.


Este interés por la figura humana, y más concretamente masculina, ha sido explicado a través de la homosexualidad del artista, pues está documentada su relación con el joven patricio Tommaso dei Cavalieri durante sus años de madurez. Lo cierto es que la anatomía masculina aparece en su arte como la más alta creación, e incluso las figuras femeninas, menos numerosas, revisten rasgos masculinos.


Al mismo tiempo, cabe ver la tensión de muchas de las creaciones de Miguel Ángel como una reacción frente a los acontecimientos históricos que vivió directamente y que determinaron su carrera. Así, en 1492 el monje Savonarola empezaba sus violentas predicaciones contra el lujo y la corrupción que reinaban en Florencia, prédicas que estimularon las inquietudes religiosas de Miguel Ángel. Dos años después, Carlos VIII invadía Italia, tal y como había pronosticado Savonarola, obligando a los Médicis a abandonar Florencia. Buonarroti marchó entonces a Venecia y Bolonia.


En 1496 el artista viajó por primera vez a Roma, donde permaneció cinco años. La ciudad papal, en pleno pontificado de Alejandro VI, el fastuoso papa Borgia, se había convertido en un centro de atracción de artistas, que ofrecía generosas perspectivas de mecenazgo y de celebridad. Para acreditar su talento, Miguel Ángel realizó su primera obra maestra, la Piedad del Vaticano. La perfección clásica de las figuras llenó de asombro a sus contemporáneos.


En 1501 el artista retornó a su ciudad natal. Tres años antes Savonarola había sido ejecutado, pero la República que había contribuido a fundar se mantuvo, pese a las maniobras de los Médicis para restaurar su principado. En el momento del retorno de Miguel Ángel una serie de reformas constitucionales consolidaron el nuevo régimen. El artista, pese a los favores que había recibido de los Médicis, se identificó plenamente con el orden republicano y por un momento creyó en un futuro de libertad.


Fue en esta época cuando Buonarroti expresó en sus obras un mayor compromiso político. Así, nada más llegar a Florencia, precedido por la fama adquirida en Roma, recibió el encargo de una escultura que representara a David, el vencedor sobre Goliat. La obra fue concebida como la máxima expresión del ideal republicano que dominaba Florencia en ese momento.


En 1505, Miguel Ángel volvió a Roma. El papa Julio II (1503 - 1513) le encomendó el ambicioso proyecto de la realización de su sepulcro. Este encargo, que tanto fascinó al artista, se convertiría en su peor tormento a causas de las demoras en su realización. En efecto, por orden de Julio II, Miguel Ángel muy pronto hubo de viajar a Bolonia, donde pasaría dos años. Sus escritos de esta época revelan una gran amargura ante un trabajo que le daba pocas satisfacciones. Hasta 1508 no regresó a Roma, pero tampoco entonces pudo ponerse a trabajar en el mausoleo que tanto le obsesionaba, pues un nuevo y colosal proyecto le fue asignado: la ejecución de los frescos de la capilla Sixtina.

Esta monumental obra iba a estar compuesta, en un principio, por una simple representación de los Apóstoles. Sin embargo, parece como si Julio II se hubiera dejado arrastrar por la furia creadora de Miguel Ángel, pues el proyecto cambiaría completamente de modo progresivo. Este fresco prodigioso, admirado a través de los años, hace de algún modo, difícil comprender que su autor se dedicara a la pintura sólo por obligación, como él mismo decía, y que al recibir el encargo respondiese que él era, ante todo, escultor.

Hasta octubre de 1512 Buonarroti estuvo consagrado a la realización de estos frescos, que están compuestos por más de 300 figuras. La apertura al público de la capilla fue un verdadero acontecimiento. De inmediato la fama de su creación se difundió por toda Europa, sobre todo por medio de grabados. Desde entonces quedó establecido y aceptado el primado artístico de Miguel Ángel en su época, por encima incluso de su contemporáneo Rafael.

Julio II no fue sino el primero de una serie de papas que alentaron la carrera de Miguel Ángel durante más de medio siglo, Así, en 1513 subió al trono papal, Juan de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, con quien Miguel Ángel había vivido entre 1489 y 1492. La familia de los Médicis había recuperado el poder en Florencia un año antes, gracias al apoyo de las tropas españolas, y el papa León X quiso conmemorar ese éxito mediante una serie de grandes proyectos arquitectónicos que confió a Miguel Ángel. Desde 1519, éste trabajó en Florencia, en la fachada de la iglesia de San Lorenzo, las tumbas Mediceas y la biblioteca Laurenciana, pertenecientes al complejo de la misma iglesia. De esta forma el Papa lo apartaba de la realización del sepulcro de Julio II, ya que los Médicis estaban enfrentados con la familia Della Rovere.

Pese a su dependencia del patronazgo papal para la realización de sus grandes obras, Miguel Ángel se resistía a abandonar el ideal de libertad de la República. Ello se pondría de manifiesto durante el pontificado de Clemente VII (1523 - 1534). En 1527, el Saco de Roma, en el que las tropas del emperador Carlos V asaltaron y saquearon brutalmente durante varios días la capital de la Cristiandad, hizo pensar a muchos que la época gloriosa del Renacimiento había llegado a su fin, Miguel Ángel se hallaba entonces en Florencia, donde los enemigos de los Médicis aprovecharon el acontecimientos para expulsarlos del poder y restaurar la República. Pero el régimen de libertad sucumbió definitivamente tres años después, en 1530.

El desencanto de Miguel Ángel ante este hecho quedó plasmado en un nuevo David, el llamado David Apolíneo del Museo Bargello de Florencia, realizado para Baccio Valori, el odiado gobernador principal de la ciudad en nombre de los restaurados Médicis. Nada recuerda de este David al que realizara en 1504 el florentino: donde antes había fortaleza e ira, ahora vemos melancolía y pesar; el héroe vencedor no celebra su triunfo, a pesar de haber decapitado ya al gigante.

Clemente VII, antes de morir, encargó a Miguel Ángel la representación del Juicio Final para el muro de entrada a la capilla Sixtina. Su sucesor, Pablo III Farnesio (1534 - 1549), ratificó el encargo. Se trata de la obra de un hombre sumido en una profunda crisis espiritual, que plasma su propia personalidad en la pintura, así como también del Papa que la patrocinó. Admiradores ambos de Dante y de su Divina Comedia, artista y mecenas buscaban representar el terror de los condenados y el destino de los bienaventurados, sobre los que recaía inexorablemente la justicia divina. De alguna manera, tal era la visión del mundo que se impondría en toda la Europa católica con el Concilio de Trento (1545 - 1564), inaugurado por el mismo Pablo III, y con el movimiento de la Contrarreforma.

En esa época, Miguel Ángel se puso al servicio de la política de reafirmación del poder papal, que llevó a un ambicioso programa de renovación urbanística de Roma, la capital del orbe católico. Fue así como, en su faceta de arquitecto, se consagró a obras tan imponentes como la ampliación de la basilica de San Pedro y la realización de la plaza del Campidoglio y la Porta Pía.

Sin embargo, en esos momentos Miguel Ángel esperimentaba una profunda crisis espiritual y religiosa El artista entró en relación con Vittoria Colonna, una bella y piadosa aristócrata, para la que compuso numerosos sonetos. Ligada con el círculo de Juan de Valdés, un humanista español residente en Nápoles que propugnaba una profunda reforma de la Iglesia católica, Vittoria Colonna pudo influir en el cuestionamiento religioso de Miguel Ángel.

En todo caso, una especie de arrpentimiento empezó a dominar al artista, el cual dejó de pensar que la belleza del cuerpo humano en el arte era una expresión de la Divinidad. El miedo a la muerte, y a la condenación eterna que ésta podía acarrear, le llevó a renegar del hedonismo de las formas perfectas que dominaran antiguamente su creación. A partir del fallecimiento de su gran amiga Vittoria, la idea de la muerte será el tema predominante en su poesía.

Esta nueva sensibilidad se reflejó sobre todo en su escultura, que sufrió un profundo cambio en la fase final de su vida. Testimonio de ello son sus últimas obras, una serie de representaciones de la Piedad, tema que tendría para Miguel Ángel el significado del requiem. De esta forma, en la dramática Piedad Rondanini los cuerpos de madre e hijo se funden en su agonia. Se dice que el escultor trabajó en esta obra hasta el día antes de morir. Vida y obra fueron así, para Buonarroti, una sola cosa, pues al tiempo que su vida determinaba su creación, sería su obra la razón de su existencia.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Los Hombres Buenos

Autier era un prestigoso notario y jurista occitano que a principios del siglo XIV abandonó cuanto poseía para entregar su vida al catarismo. En una ocasión resumió con una distinción al mismo tiempo simple y radical los dos caminos que, en su opinión, cabía adoptar dentro del mundo religioso medieval: Hay dos Iglesias: una huye y perdona (Mateo 10, 22-23), mientras que la otra posee y desolla. La que huye y perdona sigue el recto camino de los apóstoles; nunca miente ni engaña. Y la que posee y desolla no es otra que la Iglesia de Roma...


Casi un siglo antes, un libro ritual cátaro, que se conserva hoy día en la biblioteca del Trinity College de Dublín, lo había explicado, por asi decirlo, lo había explicado con otras palabras: Daros cuenta de hasta qué punto las palabras de Cristo contradicen a la maligna Iglesia romana. No sólo no es perseguida, ni por el bien ni por la justicia que deberían habitar en su interior; al contrario, es ella quien persigue y mata a todos cuantos se oponen a sus pecados y a sus prevaricaciones. Y no huye de ciudad en ciudad, sino que señorea sobre las ciudades y los pueblos y las provincias, y se asienta con toda grandeza en las pompas de este mundo; y es temida por reyes, emperadores y otros barones..., y, por encima de todo, persigue y mata a la santa Iglesia de Cristo, que todo lo sufre con paciencia, como la oveja que se defiende del lobo...


Así pues, para los cátaros, el más importante movimiento religioso disidente que se desarrolló en Europa entre los siglos XI y XV, había dos sendas antagónicas e irreconciliables. A un lado estaba la Iglesia oficial, poderosa y mundana, que se había alejado por completo del mensaje evangélico y que en aquellos momentos históricos pugnaba por sonsolidar la llamada teocracia pontificia, es decir, el predominio absoluto de la Santa Sede sobre el poder temporal.


Frente a ella se encontraba la auténtica Iglesia de Cristo, fiel seguidora de la vida apostólica, consecuente con los principios evangélicos que predicaba sin cesar, y que era víctima de la persecución que Jesucristo había anunciado a sus seguidores más genuinos: Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Juan 15, 20); o bien: Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos (Mateo 10, 16)...


Sin embargo, a pesar de hallarse tan radicalmente enfrentadas ambas iglesias eran cristianas. Hasta mediados del siglo pasado existió una corriente historiográfica que puso en duda el carácter cristiano del catarismo y pretendió vincularlo de modo exclusivo a presuntas influencias orientales, en particular al maniqueísmo del siglo III u otras creencias más o menos gnósticas, desarrolladas también a principios de nuestra era. En estos días, en cambio, prácticamente nadie discute ya que la Iglesia cátara, que arraigó sobre todo en el Languedoc y en el norte de Italia, era plenamente cristiana, aun cuando estaba del todo alejada, de la ortodoxía católica.


La filiación cristiana de la Iglesia de los bons homes occitanos se acredita fundamentalmente en base a los siguientes argumentos: los cátaros eran seguidores indubitados de Jesús; basaban su predicación en las Sagradas Escrituras, con una predilección especial por el Evangelio de Juan; reproducían en gran medida los ritos, las prácticas y el modelo de organización del cristianismo primitivo; y, por último, proponían un modelo de salvación fundado en la recepción de un sólo sacramento, el bautismo del Santo Espíritu o consolament.


Pero, si bien existían puntos en común, las diferencias entre el catarismo y el cristianismo ortodoxo no eran por ello menos profundas. Tales diferencias están en gran medida relacionadas con el dualismo que define a la religiosidad de los cátaros; un dualismo que significativamente aparece ya en el título del texto cátaro más importante que ha llegado hasta nuestros días: el Liber de duobus principiis, o Libro de los dos principios.


En efecto, en contraste con el principio único del catolicismo, Un solo Dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, según la definición del concilio de Nicea del año 325, el catarismo afirmaba la existencia de dos principios originarios, opuestos e irreconciliables. El dualismo cátaro opone a Dios, autor de los espíritus, del bien y del Nuevo Testamento, a Satanás, autor de la materia, del mal y del Antiguo Testamento. Ello hizo que los cátaros efectuaran una lectura propia de la Biblia y que formularan una visión alternativa de algunas creencias cristianas fundamentales, como la creación del mundo, la figura de Jesucristo, el infierno y el paraíso, así como el fin de los tiempos.


En su búsqueda de respuestas a los orígenes del mundo y al problema que plantea la existencia del mal, los cátaros distinguieron dos creaciones, una buena y otra mala. La primera creación, obra del Dios verdadero, era incorruptible y eterna; la segunda, en cambio, era obra del diablo, y contenía todas las cosas vanas y corruptibles.


Los cátaros buscaban en la Biblia la explicación sobre el origen de los tiempos. Así, predicaban de modo incesante que la obra del Dios bueno no puede ser destruida ni dejar de existir. Así lo afirma, por ejemplo, el Eclesiastés (3, 14): He entendido que todo lo que Dios hace dura para siempre. Por otra parte, y según se desprende de múltiples lugares de la Biblia, el Dios de verdad y de justicia era asimismo el autor del cielo y la tierra nueva, de la tierra de los vivientes, de la Jerusalén celestial, es decir, del paraíso.


Por su parte, su antagonista, el dios malvado, corruptor de una parte de los espíritus celestiales, era el creador del mundo a su vez corruptible, integrado por la tierra y todo lo que contiene: el universo, el mar, las montañas, los animales, las plantas, los seres humanos. Para los cátaros, los hombres eran unos cuerpos de carne, concebidos también como una especie de túnicas de piel o de tierra de olvido, creados por el dios del mal en el mundo perecedero, cuerpos en los que los ángeles caídos del paraíso estaban condenados a permanecer encarcelados para siempre.


Para los cátaros, Dios no podía asistir impasible a la condena de sus criaturas, y por ello acabó por enviar a la tierra a su hijo, Jesucristo. Los cátaros concebían la figura de Jesús de acuedro con la doctrina del docetismo, o lo que es lo mismo, sostenían que fue un ser puramente espiritual, dotado de una simple apariencia humana. Para ellos, Cristo tenía una doble misión: por una parte, la de arrancar a los ángeles caídos del olvido permanente en el que vivían; por otra parte, la de ofrecer a los hombres el consolament, el sacramento de salvación, un bautismo de espíritu y de fuego que garantizaba la salvación de cuantos lo recibían.


Así pues, para los cátaros, la historia de la humanidad, el triste desvarío de hombres y mujeres en este bajo mundo, no tenía otro objeto más que la salvación sucesiva de unos espíritus caídos que, en el caso de que no alcanzaran a recibir el consolament en el momento de su muerte corporal, se verían obligados a dar vueltas de un lado para otro consumidos por el fuego de Satanás y no obtendrían un momentáneo reposo hasta que lograran encarnarse en otro cuerpo para vivir una nueva existencia: es la creencia cátara en la metempsicosis o transmigración de las almas.


En este sentido, el fin de la historia de la humanidad, es decir, el fin de los tiempos, había de producirse cuando lograra salvarse el último de los espíritus seducidos por Satanás y encarcelado en la carne corruptible de un cuerpo humano: Entonces, los justos resplandecerán como el sol en el reino de Su Padre, dice el Evangelio de Mateo (24, 28). Para los cátaros no había Juicio Final, ni tampoco, muy significativamente, ninguna clase de infierno, puesto que en realidad no existía más infierno que este bajo mundo, que debía ser destruido y regresaría a la nada de donde surgió.


Cabe añadir, en este sentido, que en el siglo XIV los últimos buenos hombres occitanos, el mismo Píère Autier, que se ha citado al principio, seguían predicando que incluso las almas de sus acérrimos perseguidores, los inquisidores, momentáneamente cegados en las tinieblas del error, se salvarían como las demás.


Ésta es, en resumen, la estructura doctrinal del pensamiento de los bons homes, que lógicamente ofreció, con el paso del tiempo y las diversas escuelas doctrinales, algunas variantes. Esa particular visión del origen del mundo, de la creación del hombre y del fin de los tiempos se tradujo, en la práctica, en una serie de reglas y en una liturgia que también distinguían esencialmente a los cátaros de los católicos.


Un elemento básico de distinción ha sido mencionado más arriba: se trata del consolament, el único sacramento reconocido por el catarismo, frente a los siete que la Iglesía católica dejó establecidos en el siglo XIII. El consolament era una especie de bautismo que se realizaba mediante el antiguo rito cristiano de la imposición de manos. Los cátaros los practicaban en dos variantes. Por un lado, el consolament se ofrecía a las personas moribundas, como garantía de la salvación de su alma. Por otro, era un instrumento de ordenación para aquellos que, después de un período de noviciado, deseaban convertirse en religiosos de su Iglesia y continuar así, con la obra de los apóstoles.


Aquellos que habían recibido el sacramento del consolament eran designados por la Iglesia oficial con la palabra insultante de cátaros, mientras que el pueblo creyente los denominaba buenos hombres o buenas mujeres, o bien buenos cristianos o buenas cristianas. Por su parte, los polemistas católicos los calificaban en algunas ocasiones de perfecti heretici, es decir, herejes consumados, y no perfectos, y los papeles de la Inquisición solían designarlos más a menudo con el nombre de heretici, a secas, o heretici induti, o sea herejes revestidos.


Sin embargo, en la práctica, los miembros propiamente dichos de la Gleisa de Dio, Iglesia de Dios, como la llamaban los creyentes del Languedoc, eran reconocidos por la gente normal y corriente de su tiempo por prácticas mucho más cotidianas y más a ras de suelo. Eran, por poner un ejemplo, aquellos que no probaban la carne ni otros productos que fuesen fruto de la generación de unos cuerpos creados por el demonio (en cambio, el pescado era aceptable, por la simple razón de que en la Edad Media se pensaba que los peces nacían de los efluvios de agua). O bien aquellos hombres y mujeres que practicaban una castidad absoluta, una abstinencia total de los placeres y de la obra de la carne, por lo que no daban valor alguno al sacramento del matrimonio y lo consideraban un simple concubinato.


Los cátaros también se identificaban porque en tiempo normal, es decir, antes de la persecución de que fueron objeto a principios del siglo XIII, vivían en casas abiertas en el corazón de los pueblos y ciudades, muy al contrario de la práctica católica de la vida monástica. Asimismo, se dedicaban incesantemente a la predicación y a la oración. En tiempos de libertad, vestían un sencillo hábito oscuro de burel y solían ir barbudos. Compaginaban su vida religiosa con la práctica de un trabajo manual, porque así lo prescriben para los cristianos las epístolas de San Pablo y porque ellos no cobraban diezmos de su feligresía ni se comportaban, por así decirlo, como señores feudales, a diferencia de los clérigos y los obispos de la Iglesia de Roma.


Los cátaros vivían en comunidades separadas por sexos, y dedicaban largos ratos a la oración, siguiendo una liturgia de las horas que se repartía a lo largo del día y de la noche. De vez en cuando, recibían la visita de un diácono o de un obispo, las únicas personas de la comunidad cátara con autoridad por encima de los bons homes, aunque carecían del estatus que esos mismos cargos tenían en la jerarquía católica. Entonces les profesaban un acto de sumisión y, al mismo tiempo, de penitencia, que era conocido con el nombre de servisi o aparelhament.


Antes de comer, los cátaros realizaban juntos la ceremonia del pan de la santa oración, una partición ritual del pan al estilo agapè (comida en común) de las iglesias cristianas primitivas. Sin embargo, dado que los cátaros se burlaban de lo que el IV concilio católico de Letrán (1215) designó ya con el nombre de transubstanciación (la conversión sustancial, en la Eucaristía, del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo), no atribuían al pan de la santa oración ningún carácter eucarístico, y consideraban esa ceremonia como un simple acto de fraternidad y un memorial de los gestos de Cristo durante la Última Cena.


Por su parte, los fieles seguidores de la Iglesia de los bons homes, cuando se cruzaban con algún cátaro en cualquier parte o en medio de la calle, debían demostrarles visiblemente su respeto y veneración mediante el rito del melhorier, que incluía tres prosternaciones e invocaciones varias y que los comprometía enteramente a los ojos de todo el mundo.


Los cátaros formaban, sin duda, una comunidad singular. Siguiendo las reglas de justicia y verdad, vivían con una extrema pobreza y coherencia evangélica, observaban tres cuaresmas al año y se comprometían a no jurar ni mentir, a no matar y a no juzgar a los demás. Y solían cumplir esas reglas, hasta el extremo de que no tomaron las armas ni siquiera para defenderse de la persecución de la que fueron víctimas, y cuando caían prisioneros confesaban sin ambages una fe que les conduciría directamente hasta la hoguera.


Los cátaros no tenían templos ni campanas, no veneraban imágenes ni reliquias, ni entonaban cantos religioso. Tampoco querían saber nada de la cruz: ¿venerarías acaso el instrumento de suplicio de tu padre?, se decían entre sí. Además, consideraban las indulgencias, o lo que es lo mismo, la remisión de una penitencia a cambio de una donación a la Iglesia, como un medio de chantaje y extorsión. A diferencia de los clérigos católicos, leían los textos bíblicos en la lengua del pueblo, algo que sin duda otorgaba a su predicación una mayor proximidad y eficacia.


La Iglesia de los cátaros fue víctima de una feroz persecución por parte de la Iglesia de Roma, que dispuso todos los medios posibles, pacíficos o violentos, para extirpar la peste herética. Los más importantes fueron sin duda la formación de un ejército que invadió los territorios contaminados del actual mediodía de Francia, es lo que la historia ha venido en llamar la cruzada albigense, y la creación de los tribunales de la Inquisición en el segundo tercio del siglo XIII. En cuanto a la cruzada, no logró su teórico objetivo religioso, pero en cambio supuso, en el plano político y militar, la anexión de los condados y vizcondados del Languedoc a la corona de Francia (1271).


Por su parte, la actuación sitemática y tremendamente eficaz de la Inquisitio heretice pravitatis (encuesta sobre la perversidad heética), a cargo fundamentalmente de la nueva orden de los frailes predicadores o dominicos y a lo largo de toda una centuria, acabó no tan solo con la vida de gran número de miembros de la Iglesia sino, más importante todavía, con el entramado social que soportaba todo el movimiento disidente. Ello ocurrió así a fines de la decada de 1320 en tierras occitanas, en el norte de Italia a principios del siglo XV y en las tierras de Bosnia, último reducto del catarismo, con la invasión de los turcos a mediados del siglo XV.


Un clamoroso silencio pareció producirse tras la paulatina extinción de las comunidades cátaras por toda Europa. Cabe preguntarse qué quedó de la Iglesia cátara occitana después de dos siglos de existencia, de veinte años de guerra y de un centenar de Inquisición. Lo cierto es que el marco religioso cambió por completo desde mediados del siglo XIII, con la expansión de las ordenes mendicantes católicas, la nueva mística franciscana y la ortodoxia subsiguiente a la obra teológica del dominico Tomás de Aquino.



A pesar de todo ello, se ha dicho que en el seno de la mentalidad popular del Languedoc quedaron las brasas de una mentalidad anticlerical, que ayudaría a la eclosión de la Reforma protestante a principios del siglo XV. Después sobrevino un silencio que pudo parecer definitivo, hasta que las nuevas corrientes románticas del siglo XIX giraron sus ojos, también en Francia y concretamente en el país de la lengua de Oc, hacia los resplandores y los mitos medievales. Y, entre todos ellos, exhumaron muy pronto la memoria de una Iglesia perseguida que tuvo un pasoo tal vez fugaz pero, a fin de cuentas, muy relevante en la historia de Europa.