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Bajo la influencia de la Especia Melange, la Especia de las Especias...

lunes, 9 de diciembre de 2013

Los Terribles Guerreros De Esparta

Pocas escenas despertaban mayor temor y admiración en la Grecia clásica que la visión de las tropas espartanas. Su presencia se asociaba a la profesionalidad, a la intensa preparación física y mental y a la entrega total, virtudes que encontraban su máximo exponente en la selecta unidad de los hippeis, trescientos hoplitas elegidos anualmente por los éforos o magistrados de entre los esparatiatas mejor preparados para servir como guardia de privada del rey. Los hippeis se disponían en el ala derecha del ejército. Ésta era la más vulnerable, porque sus miembros no contaban con el escudo del compañero para proteger su costado derecho, con el brazo derecho se sostenía la lanza, y con el izquierdo, el escudo, porque solía recibir las maniobras envolventes del ejército enemigo.

El sentido de las flautas y de las trompetas que acompañaba a las filas de los espartanos o lacedemonios no sólo aumentaba su espectacularidad, sino que cumplía un papel fundamental. Según Tucídides, no era un rito religioso más, sino que se trataba de una costumbre que tiene como finalidad que las tropas avancen de forma igualada marchando al compás de la música y no se descomponga así su orden de batalla, cosa que les suele ocurrir a los ejércitos en el momento de marchar al ataque. La música creaba la cadencia de marcha adecuada en la formación hoplítica y, en los momentos clave, en el fragor de la batalla, la música de los trompetas elevaba los ánimos de los soldados hasta limites insospechados.

La imbatibilidad del ejército lacedemonio explica que en 433 a. C., en el inicio de la guerra del Peloponeso, que enfrentó a Esparta y Atenas, Pericles ordenara a todos los habitantes de la región del Ática que se refugiaran tras las poderosas murallas de la capital, Atenas. Pese a las acusaciones de cobardía que recibió el general por rehuir el combate terrestre contra el ejército del rey Arquidamo II de Esparta, muchos atenienses comprendieron la necesidad de centrar sus esfuerzos en la flota, dado que una batalla campal contra los espartanos implicaba una derrota segura.

La gerousia, el consejo de ancianos, era el órgano de gobierno facultado para tomar la iniciativa de emprender una acción militar, que después debía ser aprobada o rechazada por la asamblea de los espartiatas. Competía a los éforos efectuar el reclutamiento entre los espartiatas de edades comprendidas entre los 20 y los 60 años, comenzando, por lo general, por los más veteranos. Al divulgarse la orden de movilización por promociones, los guerreros experimentados ocupaban su posición habitual, mientras que los nuevos rellenaban los huecos de los que habían muerto en la batalla anterior o por causas naturales.

Si los éforos lo estimaban necesario, se constituía una unidad nueva con los reclutas. A partir de la guerra del Peloponeso, en el último tercio del siglo V a. C., la falange espartana reforzó sus flancos con tropas ligeras, sobre todo peltastas (así llamados por la pelta, un escudo de mimbre en forma de media luna) y arqueros, y con un exiguo cuerpo de caballería de unos ochenta jinetes. La movilización se realizaba con celeridad, siempre, eso sí, que no coincidiera con las Carneas.

Estas fiestas dedicadas a Apolo Carneo se celebraban cada verano, la época más habitual para hacer la guerra, y se consideraba impío interrumpirlas por cualquier causa.

Los motivos para emprender una expedición militar eran muy diversos. Podía estar en juego la autonomía espartana, como fue el caso de la batalla de Platea en 479 a. C., donde se destruyó la amenaza persa; podía también tratarse de enfrentamientos para obtener o mantener la hegemonía en Grecia, en especial ante Atenas y Tebas, las principales competidoras de Esparta. Y en varias ocasiones el ejército lacedemonio hubo de reprimir las rebeliones de los hilotas o esclavos mesenios, éstos eran los pobladores de Mesenia, región que los espartanos habían conquistado hacia finales del siglo VIII a. C., y cuya población habían esclavizado. Por último, eran frecuentes las disputas fronterizas con regiones vecinas en el Penopoleso, sobre todo con Argos y Arcadia.

La movilización estaba perfectamente regulada. Si se esperaba que la campaña durase más de quince jornadas, cada soldado debía llevar consigo provisiones para veinte días, estando prohibido que antes de ese plazo adquirieran productos a los comerciantes que se solían acercar a la expedición. La alimentación, basada en pan de cebada, queso y carne salada, era la misma para la tropa, para los oficiales y para el mismo rey. Cada espartiata llevaba consigo sus armas, mientras que un hilota cargaba con su equipaje, con los víveres, con vino y con agua (la mayoría de las expediciones se emprendían al final de la primavera y a partir de esa época los arroyos estaban secos). Por las noches, los guerreros se protegían del frío con sus capas, ya que no dormían en tiendas, sino que yacían al raso o bajo simples cobertizos.

Los animales de carga, los carros y los hilotas formaban el convoy de carga, que contaba con un oficial al frente y que marchaba junto a un nutrido grupo de cirujanos, artesanos, herreros, carpinteros y curtidores que formaban parte del ejército regular, pero estaban exentos de combatir. Llevaban consigo todos los objetos que podían necesitar durante la expedición: instrumental quirúrgico, artilugios para desplazar obstáculos del camino, correas de cuero, filos y recambios para el armamento, puntas de lanza, madera, picos, palas, hachas y, en definitiva, herramientas para realizar cualquier tipo de reparación.

Tras la movilización del ejército, el rey ofrecía un sacrificio a Zeus Agetor (el guía) para conocer si los dioses aprobaban que se emprendiera la expedición. En caso favorable, un oficial recogía el fuego sagrado del altar y lo llevaba consigo durante toda la campaña, lo que aseguraba la protección divina y, de paso, evitaba la engorrosa tarea de encender una llama cada vez que era necesario. En estos ritos se sacrificaban cabras y ovejas, cuya carne serviría para alimentar después a los soldados. Cuando el ejército llegaba a la frontera de Lacedemonia, el rey celebraba un nuevo sacrificio, en este caso dedicado a Zeus y a Atenea, y convocaba a continuación a sus tropas para escuchar juntos los versos del poeta lírico Tirteo, que vivió en el siglo VII a. C. y ensalzó en sus poemas épicos el valor y patriotismo de los espartanos: Un bien común a la ciudad y al pueblo entero es el hombre que, erguido en vanguardia, se afirma sin descanso, y olvida del todo la fuga infamante, exponiendo su vida y su ánimo audaz y sufrido.

Durante la marcha se colocaban al frente de la formación de caballería y los esciritas, recios montañeses del norte de Lacedemonia con armamento ligero, formando una poderosa pantalla que protegía por delante el convoy de carga. La infantería pesada, en dos largas filas que flanqueaban las mulas de carga, el ganado, los hilotas y los no combatientes, componía una masa ingente que se acoplaba a los accidentes del terreno y respondía con inmediatez a las órdenes que transmitían los sonidos de un cuerno. En todas las expediciones había dos éforos que vigilaban que las decisiones del rey se ajustasen al código del honor y la ley.

En ocasiones, como si fuera un duelo individual, los ejércitos enemigos se enviaban heraldos y se citaban en una llanura para combatir. Cuando los lacedemonios llegaban al que iba a ser el campo de batalla, acampaban en el lugar más apropiado, si era posible, allí donde hubiera abastecimiento de agua. El campamento se levantaba con forma cuadrada, siempre que la orografía lo permitiese, colocándose en su interior animales, suministros y esclavos. No se fortificaba el exterior, aunque los esciritas y la caballería hacían constantes salidas a zonas elevadas de los alrededores para vigilar; era evidente que la guardia espartana tomaba más precauciones ante una posible huida de los hilotas que ante un ataque del ejército rival.

Los soldados espartanos mantenían un intenso programa durante el tiempo que estaban acampados. Después de ofrecer el pertinente sacrificio matutino, el rey daba las órdenes del día a sus oficiales, que solían consistir en ejercicios físicos antes del desayuno, revista, relevo en los puestos de vigilancia e instrucción militar; por la tarde competían en ejercicios atléticos, en los que un polemarca (alto comandante militar) actuaba como juez y concedía un premio al vencedor, por lo general carne para la cena; al final de la jornada volvían a cantarse himnos y poemas de Tirteo, y cada uno se marchaba a dormir junto a sus armas y sus compañeros de tienda (syskenoi)..

Al amanecer del día en que se iba a librar la batalla, en ocasiones ya a la vista del enemigo, los hoplitas abrillantaban sus escudos, preparaban sus armas y peinaban con esmero sus largos cabellos, un ritual que tenía una elevada carga simbólica y psicológica. Cuando el inici del combate era inminente se sacrificaba una cabritilla a Artemis Agrótera, la diosa de la caza, y los adivinos examinaban las entrañas ante la atenta mirada del rey, que sólo daría orden de atacar si contaba con el beneplácito divino. Entonces los hombres recibían las últimas instrucciones, los oficiales se colocaban en primera línea de sus formaciones y esperaban a oír la señal de avanzar que daban los trompeteros.

En ese momento, todos los hoplitas entonaban un peán o canto de guerra denominado Canción de Cástor, venerado héroe espartano, que se acompañaba con las melodías que los flautistas tocaban desde su posición entre las filas. Esta escenografía tenía el propósito de atemorizar al rival e infundir coraje y ánimo a los espartiatas, quienes avanzaban de forma acompasada con sus lanzas levantadas al pausado ritmo de la música: el ejército lacedemonio realizaba la aproximación a la línea enemiga con mayor lentitud que sus rivales, según la cadencia armónica que marcaban los flautistas.

Cuando se trataba de un enfrentamiento directo entre espartanos y un sólo ejército rival solía ocurrir que éste se retirara antes de que las dos líneas se encontraran, y esta tendencia sólo cambió a partir del siglo V a. C., cuando comenzaron a ser frecuentes las alianzas militares entre distintas ciudades. Al producirse el choque entre las primeras líneas de un y otro bando, todos los guerreros comenzaban a empujar sobre sus escudos. Cada hoplita presionaba con fuerza sobre la espalda del que tenía delante, mientras que los de las tres o cuatro filas de vanguardia dirigían sus lanzas sobre los hombros de sus compañeros, tratando así, de alcanzar a algunos de los enemigos.

El propósito de la falange era romper la formación contraria, lo que requería un esfuerzo descomunal durante un período de tiempo en ocasiones muy prolongado. Mientras no se produjera la ruptura de las líneas enemigas, los caídos en el combate eran escasos, y los compañeros de detrás cubrían de inmediato los huecos. Cuando los hoplitas de una falange perdían su posición solían emprender la huida, y sólo entonces se producía un número considerable de muertos: para huir debían librarse del peso del escudo, por lo que quedaban expuestos ante el acoso del enemigo.

El ejército espartano, sin embargo, no solía encarnizarse con los rivales derrotados. Según Tucídices, los lacedemonios, gracias a su resistencia, sostienen las batallas durante largo tiempo y con firmeza hasta el momento en que ponen en fuga al enemigo, pero una vez lo han hecho huir, sus persecuciones son breves y a corta distancia. No tenía sentido exponerse innecesariamente después de haber logrado el objetivo, sobre todo si el enemigo disponía de caballería, por lo que el rey ordenaba a los trompeteros que tocaran la retirada, y se procedía a atender a los compañeros heridos y a recoger a los muertos.

A continuación, las tropas espartanas formaban delante de los enemigos caídos y exhibían las armas con las que habían dado muerte. Para que el ejército vencido pudiera retirar sus cadáveres debía enviar un representante y negociar una tregua con el rey de Esparta, lo que suponía la admisión formal de la victoria lacedemonia y la concesión de la reivindicación que motivó la guerra.

Acabado el conflicto, se erigía un trofeo en el campo de batalla que podía revestir varias formas. Una de las mas comunes consistía en cubrir el tronco de un árbol con el casco, la coraza y las armas de los vencidos, aunque cuando la victoria tenía una trascendencia especial se construía un monumento en piedra. En ocasiones se grababan también inscripciones en los escudos de los oficiales enemigos más significados y se guardaban en los tesoros de los santuarios Olimpia y Delfos.

En cuanto a los cuerpos de sus caídos, los espartanos los disponían encima de sus propios escudos y así los trasportaban hasta algún lugar cercano al campo de batalla para darles sepultura y honrarlos con algún epitafio, como el compuesto por Simónides de Ceos para los espartanos que murieron defendiendo el paso de las Termópilas en 480 a. C.: Extranjero, ve y di a los espartanos que aquí, obedeciendo sus leyes, yacemos. Terminados los rituales, el ejército emprendía el regreso y, al llegar a Esparta, hacía una entrada triunfal entre las aclamaciones de los ciudadanos. No habiendo nada  más glorioso que morir en combate, se celebraban homenajes en memoria a los caídos, como corresponde a los héroes; por el contrario, si un espartiata regresaba con vida de una batalla finalizada con derrota, se le despojaba de sus derechos cívicos y se le obligaba a vivir en un estado de exclusión social y de total ignominia.

Para mi amigo Lalo.