Pocas escenas despertaban mayor temor y admiración en la Grecia clásica que la visión de las tropas espartanas. Su presencia se asociaba a la profesionalidad, a la intensa preparación física y mental y a la entrega total, virtudes que encontraban su máximo exponente en la selecta unidad de los hippeis, trescientos hoplitas elegidos anualmente por los éforos o magistrados de entre los esparatiatas mejor preparados para servir como guardia de privada del rey. Los hippeis se disponían en el ala derecha del ejército. Ésta era la más vulnerable, porque sus miembros no contaban con el escudo del compañero para proteger su costado derecho, con el brazo derecho se sostenía la lanza, y con el izquierdo, el escudo, porque solía recibir las maniobras envolventes del ejército enemigo.
El sentido de las flautas y de las trompetas que acompañaba a las filas de los espartanos o lacedemonios no sólo aumentaba su espectacularidad, sino que cumplía un papel fundamental. Según Tucídides, no era un rito religioso más, sino que se trataba de una costumbre que tiene como finalidad que las tropas avancen de forma igualada marchando al compás de la música y no se descomponga así su orden de batalla, cosa que les suele ocurrir a los ejércitos en el momento de marchar al ataque. La música creaba la cadencia de marcha adecuada en la formación hoplítica y, en los momentos clave, en el fragor de la batalla, la música de los trompetas elevaba los ánimos de los soldados hasta limites insospechados.
La imbatibilidad del ejército lacedemonio explica que en 433 a. C., en el inicio de la guerra del Peloponeso, que enfrentó a Esparta y Atenas, Pericles ordenara a todos los habitantes de la región del Ática que se refugiaran tras las poderosas murallas de la capital, Atenas. Pese a las acusaciones de cobardía que recibió el general por rehuir el combate terrestre contra el ejército del rey Arquidamo II de Esparta, muchos atenienses comprendieron la necesidad de centrar sus esfuerzos en la flota, dado que una batalla campal contra los espartanos implicaba una derrota segura.
La gerousia, el consejo de ancianos, era el órgano de gobierno facultado para tomar la iniciativa de emprender una acción militar, que después debía ser aprobada o rechazada por la asamblea de los espartiatas. Competía a los éforos efectuar el reclutamiento entre los espartiatas de edades comprendidas entre los 20 y los 60 años, comenzando, por lo general, por los más veteranos. Al divulgarse la orden de movilización por promociones, los guerreros experimentados ocupaban su posición habitual, mientras que los nuevos rellenaban los huecos de los que habían muerto en la batalla anterior o por causas naturales.
Si los éforos lo estimaban necesario, se constituía una unidad nueva con los reclutas. A partir de la guerra del Peloponeso, en el último tercio del siglo V a. C., la falange espartana reforzó sus flancos con tropas ligeras, sobre todo peltastas (así llamados por la pelta, un escudo de mimbre en forma de media luna) y arqueros, y con un exiguo cuerpo de caballería de unos ochenta jinetes. La movilización se realizaba con celeridad, siempre, eso sí, que no coincidiera con las Carneas.
Estas fiestas dedicadas a Apolo Carneo se celebraban cada verano, la época más habitual para hacer la guerra, y se consideraba impío interrumpirlas por cualquier causa.
Los motivos para emprender una expedición militar eran muy diversos. Podía estar en juego la autonomía espartana, como fue el caso de la batalla de Platea en 479 a. C., donde se destruyó la amenaza persa; podía también tratarse de enfrentamientos para obtener o mantener la hegemonía en Grecia, en especial ante Atenas y Tebas, las principales competidoras de Esparta. Y en varias ocasiones el ejército lacedemonio hubo de reprimir las rebeliones de los hilotas o esclavos mesenios, éstos eran los pobladores de Mesenia, región que los espartanos habían conquistado hacia finales del siglo VIII a. C., y cuya población habían esclavizado. Por último, eran frecuentes las disputas fronterizas con regiones vecinas en el Penopoleso, sobre todo con Argos y Arcadia.
La movilización estaba perfectamente regulada. Si se esperaba que la campaña durase más de quince jornadas, cada soldado debía llevar consigo provisiones para veinte días, estando prohibido que antes de ese plazo adquirieran productos a los comerciantes que se solían acercar a la expedición. La alimentación, basada en pan de cebada, queso y carne salada, era la misma para la tropa, para los oficiales y para el mismo rey. Cada espartiata llevaba consigo sus armas, mientras que un hilota cargaba con su equipaje, con los víveres, con vino y con agua (la mayoría de las expediciones se emprendían al final de la primavera y a partir de esa época los arroyos estaban secos). Por las noches, los guerreros se protegían del frío con sus capas, ya que no dormían en tiendas, sino que yacían al raso o bajo simples cobertizos.
Los animales de carga, los carros y los hilotas formaban el convoy de carga, que contaba con un oficial al frente y que marchaba junto a un nutrido grupo de cirujanos, artesanos, herreros, carpinteros y curtidores que formaban parte del ejército regular, pero estaban exentos de combatir. Llevaban consigo todos los objetos que podían necesitar durante la expedición: instrumental quirúrgico, artilugios para desplazar obstáculos del camino, correas de cuero, filos y recambios para el armamento, puntas de lanza, madera, picos, palas, hachas y, en definitiva, herramientas para realizar cualquier tipo de reparación.
Tras la movilización del ejército, el rey ofrecía un sacrificio a Zeus Agetor (el guía) para conocer si los dioses aprobaban que se emprendiera la expedición. En caso favorable, un oficial recogía el fuego sagrado del altar y lo llevaba consigo durante toda la campaña, lo que aseguraba la protección divina y, de paso, evitaba la engorrosa tarea de encender una llama cada vez que era necesario. En estos ritos se sacrificaban cabras y ovejas, cuya carne serviría para alimentar después a los soldados. Cuando el ejército llegaba a la frontera de Lacedemonia, el rey celebraba un nuevo sacrificio, en este caso dedicado a Zeus y a Atenea, y convocaba a continuación a sus tropas para escuchar juntos los versos del poeta lírico Tirteo, que vivió en el siglo VII a. C. y ensalzó en sus poemas épicos el valor y patriotismo de los espartanos: Un bien común a la ciudad y al pueblo entero es el hombre que, erguido en vanguardia, se afirma sin descanso, y olvida del todo la fuga infamante, exponiendo su vida y su ánimo audaz y sufrido.
Durante la marcha se colocaban al frente de la formación de caballería y los esciritas, recios montañeses del norte de Lacedemonia con armamento ligero, formando una poderosa pantalla que protegía por delante el convoy de carga. La infantería pesada, en dos largas filas que flanqueaban las mulas de carga, el ganado, los hilotas y los no combatientes, componía una masa ingente que se acoplaba a los accidentes del terreno y respondía con inmediatez a las órdenes que transmitían los sonidos de un cuerno. En todas las expediciones había dos éforos que vigilaban que las decisiones del rey se ajustasen al código del honor y la ley.
En ocasiones, como si fuera un duelo individual, los ejércitos enemigos se enviaban heraldos y se citaban en una llanura para combatir. Cuando los lacedemonios llegaban al que iba a ser el campo de batalla, acampaban en el lugar más apropiado, si era posible, allí donde hubiera abastecimiento de agua. El campamento se levantaba con forma cuadrada, siempre que la orografía lo permitiese, colocándose en su interior animales, suministros y esclavos. No se fortificaba el exterior, aunque los esciritas y la caballería hacían constantes salidas a zonas elevadas de los alrededores para vigilar; era evidente que la guardia espartana tomaba más precauciones ante una posible huida de los hilotas que ante un ataque del ejército rival.
Los soldados espartanos mantenían un intenso programa durante el tiempo que estaban acampados. Después de ofrecer el pertinente sacrificio matutino, el rey daba las órdenes del día a sus oficiales, que solían consistir en ejercicios físicos antes del desayuno, revista, relevo en los puestos de vigilancia e instrucción militar; por la tarde competían en ejercicios atléticos, en los que un polemarca (alto comandante militar) actuaba como juez y concedía un premio al vencedor, por lo general carne para la cena; al final de la jornada volvían a cantarse himnos y poemas de Tirteo, y cada uno se marchaba a dormir junto a sus armas y sus compañeros de tienda (syskenoi)..
Al amanecer del día en que se iba a librar la batalla, en ocasiones ya a la vista del enemigo, los hoplitas abrillantaban sus escudos, preparaban sus armas y peinaban con esmero sus largos cabellos, un ritual que tenía una elevada carga simbólica y psicológica. Cuando el inici del combate era inminente se sacrificaba una cabritilla a Artemis Agrótera, la diosa de la caza, y los adivinos examinaban las entrañas ante la atenta mirada del rey, que sólo daría orden de atacar si contaba con el beneplácito divino. Entonces los hombres recibían las últimas instrucciones, los oficiales se colocaban en primera línea de sus formaciones y esperaban a oír la señal de avanzar que daban los trompeteros.
En ese momento, todos los hoplitas entonaban un peán o canto de guerra denominado Canción de Cástor, venerado héroe espartano, que se acompañaba con las melodías que los flautistas tocaban desde su posición entre las filas. Esta escenografía tenía el propósito de atemorizar al rival e infundir coraje y ánimo a los espartiatas, quienes avanzaban de forma acompasada con sus lanzas levantadas al pausado ritmo de la música: el ejército lacedemonio realizaba la aproximación a la línea enemiga con mayor lentitud que sus rivales, según la cadencia armónica que marcaban los flautistas.
Cuando se trataba de un enfrentamiento directo entre espartanos y un sólo ejército rival solía ocurrir que éste se retirara antes de que las dos líneas se encontraran, y esta tendencia sólo cambió a partir del siglo V a. C., cuando comenzaron a ser frecuentes las alianzas militares entre distintas ciudades. Al producirse el choque entre las primeras líneas de un y otro bando, todos los guerreros comenzaban a empujar sobre sus escudos. Cada hoplita presionaba con fuerza sobre la espalda del que tenía delante, mientras que los de las tres o cuatro filas de vanguardia dirigían sus lanzas sobre los hombros de sus compañeros, tratando así, de alcanzar a algunos de los enemigos.
El propósito de la falange era romper la formación contraria, lo que requería un esfuerzo descomunal durante un período de tiempo en ocasiones muy prolongado. Mientras no se produjera la ruptura de las líneas enemigas, los caídos en el combate eran escasos, y los compañeros de detrás cubrían de inmediato los huecos. Cuando los hoplitas de una falange perdían su posición solían emprender la huida, y sólo entonces se producía un número considerable de muertos: para huir debían librarse del peso del escudo, por lo que quedaban expuestos ante el acoso del enemigo.
El ejército espartano, sin embargo, no solía encarnizarse con los rivales derrotados. Según Tucídices, los lacedemonios, gracias a su resistencia, sostienen las batallas durante largo tiempo y con firmeza hasta el momento en que ponen en fuga al enemigo, pero una vez lo han hecho huir, sus persecuciones son breves y a corta distancia. No tenía sentido exponerse innecesariamente después de haber logrado el objetivo, sobre todo si el enemigo disponía de caballería, por lo que el rey ordenaba a los trompeteros que tocaran la retirada, y se procedía a atender a los compañeros heridos y a recoger a los muertos.
A continuación, las tropas espartanas formaban delante de los enemigos caídos y exhibían las armas con las que habían dado muerte. Para que el ejército vencido pudiera retirar sus cadáveres debía enviar un representante y negociar una tregua con el rey de Esparta, lo que suponía la admisión formal de la victoria lacedemonia y la concesión de la reivindicación que motivó la guerra.
Acabado el conflicto, se erigía un trofeo en el campo de batalla que podía revestir varias formas. Una de las mas comunes consistía en cubrir el tronco de un árbol con el casco, la coraza y las armas de los vencidos, aunque cuando la victoria tenía una trascendencia especial se construía un monumento en piedra. En ocasiones se grababan también inscripciones en los escudos de los oficiales enemigos más significados y se guardaban en los tesoros de los santuarios Olimpia y Delfos.
En cuanto a los cuerpos de sus caídos, los espartanos los disponían encima de sus propios escudos y así los trasportaban hasta algún lugar cercano al campo de batalla para darles sepultura y honrarlos con algún epitafio, como el compuesto por Simónides de Ceos para los espartanos que murieron defendiendo el paso de las Termópilas en 480 a. C.: Extranjero, ve y di a los espartanos que aquí, obedeciendo sus leyes, yacemos. Terminados los rituales, el ejército emprendía el regreso y, al llegar a Esparta, hacía una entrada triunfal entre las aclamaciones de los ciudadanos. No habiendo nada más glorioso que morir en combate, se celebraban homenajes en memoria a los caídos, como corresponde a los héroes; por el contrario, si un espartiata regresaba con vida de una batalla finalizada con derrota, se le despojaba de sus derechos cívicos y se le obligaba a vivir en un estado de exclusión social y de total ignominia.
Para mi amigo Lalo.
Los Ojos Del Ibad
Un Blog Sobre Reflexiones y Refracciones...
Un Blog Sobre Reflexiones Y Refracciones...
Bajo la influencia de la Especia Melange, la Especia de las Especias...
lunes, 9 de diciembre de 2013
viernes, 1 de marzo de 2013
¿Pastilla Roja O Pastilla Azul?
En el S. V a.C., Platón escribió un mito que intentaba describir la ignorancia del hombre, ya que el alma perdía todo detalle de lo que había visto en el mundo de las ideas, o mundo inteligible. Casi 2600 años después, los hermanos Wachowski, con la misma temática, realizan Matrix, película que cautivó a cientos de miles de personas, convirtiéndose en uno de los mayores éxitos cinematográficos del siglo.
Este trabajo de análisis
pretende establecer las semejanzas entre
la película y El mito de la Caverna de
Platón, donde, en ambos casos, se muestran mundos tan distintos y el mismo
tiempo, tan reales.
¿Qué nos cuenta Platón con la utilización de esta
parábola?
Platón plantea también que si uno de estos prisioneros se liberara sería obligado
a ver la luz del fuego y quedaría impresionado por la misma. Le seria difícil
aceptar el cambio o adaptarse a el porque al ver los objetos que provocan las
sombras no sabría discernir entre cuales serian los reales y cuales no, si las
sombras o el objeto, pero posiblemente seguiría pensando que lo real son las
sombras a las que ya estaba acostumbrado. Si a este prisionero se le obligara a
salir de la cueva y mirar el sol este quedaría anonadado y poco a poco vería la
necesidad de adaptarse a la luz hasta que le fuera posible ver bien. Sólo en ese momento llegaría entonces a
comprender lo que estaría viendo.
Entonces se plantean dos
situaciones; la primera, recordaría a sus compañeros y sentiría lastima por
ellos; de allí surgiría su deseo de volver a la caverna a contarles y
explicarles todo lo que ha visto y comprendido para que ellos también pudiesen
liberarse y no seguir viviendo esa mentira. Si sucediera de este modo entonces
se plantean dos posibilidades que se burlasen de él y le dijesen que perdió la
razón o que lo matasen por intentar liberarles. La segunda, que volviendo a la
caverna, estando ya adaptado a la luz y a la verdad, se le nublaran los ojos de
tinieblas, teniendo que volver a vivir el traumático proceso de adaptación.
Utilizando tecnología son
capaces de conectarse y desconectarse de la matriz, o lo que es lo mismo, se
convierten en un virus de la misma. Para los cuales las máquinas crean los
antivirus llamados Agentes, quienes
intentan combatir a los revolucionaros en su lucha por la libertad.
Al principio se puede
hablar del estado inicial del alma, con una natural e intrínseca falta de
conocimiento. Cuando se está dentro de la caverna hay un estado de ignorancia,
y subyacente a esta, una falta de entendimiento de su propia ignorancia, sus
pasiones, sus miedos, sus prejuicios. En primera instancia, las sombras de la
caverna son las ideas vagas que tenemos de nosotros, como se ve al protagonista
de la película, Neo, que al escoger
la pastilla que lo lleva afuera de Matrix
empieza a descubrir todo el mundo falso en el que vivía. Los recuerdos de su
vida eran como las ideas vagas que tenia de él mismo, se preguntaba muchas
cosas que no podía creer que fueran falsas, o por qué no fueran otras reales,
como ocurre cuando este pasa por la puerta del restaurante y comenta que en ese
lugar se comen las mejores pastas, después de haber comido una especie de pasta
blanca en la nave, que podría haber sido cualquier tipo de comida. Así, las
ideas que tenia Neo sobre este mundo
falso, Matrix, o en caso de Platón, de la caverna, que era donde
vivía la gente corriente, es decir, donde vivimos nosotros, no se las podía
creer ni asimilar hasta que Morfeo le
hace entender todo lo que pasaba a su alrededor.
El otro mundo que existe
tanto en el mito como en la caverna es el mundo inteligible. Un mundo
verdadero, un mundo que sólo puede ser captado a través de la inteligencia, de los
conocimientos, de la razón. Hay que darse cuenta del cambio radical que existe
entre un mundo y otro. En la película el más claro ejemplo es la ciudad de Zion, donde viven las personas que
pertenecen el mundo inteligible, las almas ya liberadas que con anterioridad
estaban conectadas para nacer en Matrix,
ignorantes desde un principio e instalados en los campos de alimentación de las
máquinas, viviendo una vida normal en el programa de Matrix, el programa de las sombras de la caverna de Platón. Zion nunca aparece en la película, detalle en el que se podría
deducir que, aunque no sea visible al
público, existe, al igual que el mundo inteligible.
Al igual que en el mito, Neo se rehúsa a creerlo, al principio cree que le están engañando, le duelen los ojos, porque nunca había visto con ellos, sino con la mente, y, poco a poco, comienza a adaptarse al nuevo mundo que le ha sido mostrado.
lunes, 5 de noviembre de 2012
Mágicas Madres
¿Qué hace
ADN de hombres en el cerebro de mujeres?
¿Cómo
llego al cerebro?
¿Es común
encontrar ADN extraño en células y tejidos de mujeres?
Se cree
que estos cúmulos de ADN masculino provienen del feto, que atravesó la barrera
inmunológica placentaria y llego a establecerse en la madre durante el
embarazo. El estudio involucró casi 60 mujeres que murieron entre 37 y 100 años
de edad (en promedio a los 70 años). Varias zonas del cerebro fueron
investigadas incluyendo: Lóbulos frontal, parietal, temporal, occipital,
giro cingulado, hipocampo, amígdala, caudato, glóbulo palladium, tálamo, médula
espinal y cerebelo.
Sorprendentemente
se encontró ADN masculino en la gran mayoría estas zonas. Inicialmente era
difícil saber si este ADN masculino provenía de células cerebrales intactas y
funcionales o provenía de células muertas o fracciones nucleares de estas
células. Por lo que los investigadores tiñeron de diferente color el ADN de
hombres y de mujeres en tejido intacto usando hibridización in situ de
fluorescencia que permite ver el material genético sin perturbar a las células.
Según
otros estudios en ratones, este material genético extranjero masculino se integra a las
células cerebrales femeninas y funcionan como células nerviosas. Hasta
ahora solo se habían encontrado células de feto en la sangre y varios tejidos
(hígado y pulmón) de la madre. Este hecho demostrado y conocido, al
menos a nivel científico y denominado como quimerismo, viene a explicar
porque el cuerpo de la madre no tiene una respuesta inmunológica de rechazo,
ante un ADN ajeno a ella, al menos a medias, pues el feto, comparte información
genética con el padre, por lo cual, el organismo podría reaccionar con el mismo
rechazo que en ocasiones se observa ante órganos transplantados o médula espinal. Así pues, resulta impactante es encontrar
ADN masculino en el cerebro, pues la barrera entre el cerebro y la sangre es
sumamente rigurosa y nadie hubiera esperado que células del feto pudieran
cruzar y establecerse en el cerebro de la madre. Otro punto igualmente
sorprendente es que este material genético extraño permanece en los tejidos de
la madre hasta su muerte, acompañándola durante toda su vida.
Ahora
podemos suponer que si una madre tiene material genético masculino proveniente
de su hijo varón es igualmente probable que contenga material genético de sus
hijas. Esto es más difícil de comprobar pues es más fácil diferenciar ADN de
hombres versus mujeres que entre dos mujeres, debido a la presencia del
cromosoma Y, que delata el origen masculino del gen en cuestión.
Este
descubrimiento conlleva a varias hipótesis:
a)
¿Es posible que ADN foráneo también esté presente
en cerebros de gemelos (puesto que compartieron el mismo útero)?
b)
¿Acaso hijos de una misma madre puedan tener ADN de
sus hermanos (el ADN que dejaron otros hijos mientras ocupaban el útero materno
se queda a vivir con la madre) y podría pasarse al siguiente bebe?
c)
¿Podría esta presencia de ADN de los hijos en los
cerebros de sus antecesoras, explicar los extraños e inquietantes casos de telepatía, visión remota o precognición, que hasta ahora sólo figuraban eso sí, con amplitud, en los catálogos de Parapsicolgía?
Algo mas
intrigante es averiguar si células de varias generaciones se mezclan en una
misma persona, es decir en teoría una madre tiene células propias, de su madre
y de su bebe, así el bebe podría heredar células de su abuela.
Dejad
ahora que os ilustre, con una historia poco contada, si se os ocurre, que en el asunto que tratamos, he pasado del
más muro materialismo, a la más surrealista metafísica. Lo que antes era sólo
magia, en un abrir y cerrar de ojos pasa a ser ciencia, este es un hecho que se ha repetido durante
toda la historia de la humanidad y debería bastar para abrir las más inamovibles mentalidades. Ahi va la historia...
Durante la Segunda Guerra Mundial, un médico de campo fue, por necesidades que escapaban a sus deseos, encargado de repartir el correo entre su batallón. Este regimiento, aún no había entrado en contienda, de modo que los días transcurrían con relativa tranquilidad. En otras circunstancias más beligerantes, en el momento de recibir el correo, este se habría repartido con la mayor urgencia, ya que la vida era efímera entre los lodos de las trincheras de las primeras líneas del frente, pero como este no era el caso, el improvisado cartero, tenía como costumbre, retener el correo con la intención de entregarlo a primera hora del día siguiente. Lo inesperado entonces ocurrió una infortunada noche. El frente fue sobrepasado y el regimiento del médico se vio envuelto en la cruenta batalla. Cuando pudo al día siguiente, el consternado médico, comenzó a entregar el correo, pero no pudo entregar una de las cartas, el soldado al que iba destinado la carta había caído en las trincheras durante la noche. Apesudambrado, abrió la carta con intención de poder hallar al remitente y escribir una disculpa por no poder haber entregado esa carta a tiempo. Lo que encontró en su interior le llenó de estupor. En la carta, escrita por una madre, ésta venía a expresar a su hijo su profunda inquietud por la vida de aquel, porque aún sabiendo que el regimiento donde éste se encontraba, estaba lejano al frente de guerra, durante dos noches seguidas, había despertado sobre las dos de la mañana, sobresaltada y con el firme presentimiento de que algo malo le pasaba o le iba a pasar. Esa fue, baste decir, la justa hora en la que su hijo, la noche anterior, había resultado muerto por un perdido obús, malogrando así la entrega del correo. El hecho, despertó y conmovió tanto la vida de este médico, que este comenzó a recabar mil datos diferentes acerca de sucesos parecidos y fue el motor del invento que más tarde le haría mundialmente famoso, aunque estas cosas no se cuenten en las enciclopedias dónde se le nombra por idear la máquina de electroencefalografía.
Durante la Segunda Guerra Mundial, un médico de campo fue, por necesidades que escapaban a sus deseos, encargado de repartir el correo entre su batallón. Este regimiento, aún no había entrado en contienda, de modo que los días transcurrían con relativa tranquilidad. En otras circunstancias más beligerantes, en el momento de recibir el correo, este se habría repartido con la mayor urgencia, ya que la vida era efímera entre los lodos de las trincheras de las primeras líneas del frente, pero como este no era el caso, el improvisado cartero, tenía como costumbre, retener el correo con la intención de entregarlo a primera hora del día siguiente. Lo inesperado entonces ocurrió una infortunada noche. El frente fue sobrepasado y el regimiento del médico se vio envuelto en la cruenta batalla. Cuando pudo al día siguiente, el consternado médico, comenzó a entregar el correo, pero no pudo entregar una de las cartas, el soldado al que iba destinado la carta había caído en las trincheras durante la noche. Apesudambrado, abrió la carta con intención de poder hallar al remitente y escribir una disculpa por no poder haber entregado esa carta a tiempo. Lo que encontró en su interior le llenó de estupor. En la carta, escrita por una madre, ésta venía a expresar a su hijo su profunda inquietud por la vida de aquel, porque aún sabiendo que el regimiento donde éste se encontraba, estaba lejano al frente de guerra, durante dos noches seguidas, había despertado sobre las dos de la mañana, sobresaltada y con el firme presentimiento de que algo malo le pasaba o le iba a pasar. Esa fue, baste decir, la justa hora en la que su hijo, la noche anterior, había resultado muerto por un perdido obús, malogrando así la entrega del correo. El hecho, despertó y conmovió tanto la vida de este médico, que este comenzó a recabar mil datos diferentes acerca de sucesos parecidos y fue el motor del invento que más tarde le haría mundialmente famoso, aunque estas cosas no se cuenten en las enciclopedias dónde se le nombra por idear la máquina de electroencefalografía.
Su nombre
era Hans Berger.
martes, 4 de septiembre de 2012
El Extraño Caso Del Sastre De La Calle Luna
Tranquilidad, era lo que se respiraba un día cualquiera del año 1962, en la calle Antonio Grilo de Madrid, una tranquilidad reemplazada en bullicio de transeuntes, vecinos y turistas, debido a la festividad del 1 de mayo, día del trabajador, que se celebraba en el día en que se perpetró la tragedia. La inusual concurrencia de la vía, se ve bruscamente interrumpida alrededor de las nueve de la mañana. A través de uno de los balcones del tercer piso del número 3, aparece la silueta de un hombre en pijama, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo aparentemente inerte de un niño. Ante el asombro de la multitud, emprende un siniestro monólogo de gritos. ¡Los he matado! ¡Los he matado a todos! ¡Podeís verlos, aquí están! ¡Los quería mucho, pero los he matado a todos, por no matar a otros canallas!, exclamaba una y otra vez con voz quebrada. Tras mostrar el cuerpo de otras tres criaturas de corta edad y ante el estupor general, el hombre desaparece en el interior de la vivienda.
La primera persona en sobreponerse del impacto inicial, es la portera de la fínca, Genoveva Martín quién inmediatamente sube las escaleras en heroíco alarde y llega a la puerta de la vivienda situada en el tercer piso y llama a su dintel. Al otro lado de este, una voz grita:¡Los he matado a todos!.., ¡Un sacerdote..., un sacerdote! La buena mujer, corre entonces al cercano convento de los Carmelitas, volviendo en compañía de un fraile, que entabló un patético diálogo con el homicida, quién le exigió la absolución antes de suicidarse. Ante la negativa del carmelita, a no ser que antes le entregara el arma, la respuesta fue una detonación de arma de fuego, que terminó por consumar el drama.
Según declararon algunos vecinos días después, el Sr. Ruíz, se había transformado. Algo terrible se barruntaba, algo terrible le estaba pasando. Pasaba mucho tiempo sólo y se volvía cada vez, más histérico e irascible. Estaba cambiando...
José María Ruiz Martínez era un hombre de cuarenta años. Sastre de profesión, regentaba un establecimiento en la calle Luna, encima de un restaurante de los entonces denominados económicos, llamado Casa Pascual. El negocio era próspero y rentable, con una notable clientela, sobre todo fundamentada principalmente en los empleados de RENFE de la cercana estación de Atocha madrileña. Hacía quince años que había contraído con Dolores Bermúdez Fernández. Marido y mujer estaban bien avenidos. Fruto de este matrimonio eran cinco hijos: María Dolores, de 14 años; Adela, de 12; José María, de 10; Juan Carlos, de 7; y Susana, que no tenía más que 18 meses.
El matrimonio acababa de adquirir unos terrenos en el municipio de Villalba, con el fin de construir una segunda vivienda, para el recreo, los fines de semana y el verano, al lado de sus padres, que tenían junto a sus hermanos parcelas cercanas y donde habían, a su misma vez, levantado sus respectivas segundas viviendas.
El sastre de la calle Luna a la misma vez que iniciaba los proyectos de construcción y repentinamente, comenzó a cambiar de carácter. Él mismo, dirigía las obras y sus caprichos y cambios de parecer le granjearon el antagonismo de albañiles y contratistas. Lo que un día le parecía bien, al otro le parecía algo detestable. En poco tiempo no halló a nadie dispuesto a trabajar en la obra, pues mandaba derribar lo que el día anterior se acababa de levantar. Volvía a casa hoscamente, irascible, muy contrariado, llegando al extremo de ser apremiado por la propia familia, para recibir tratamiento psiquiatrico. ¿Qué extraños mecanismos comenzaron a accionarse o a desconectarse en la mente de aquel, en otro tiempo, agradable y familiar hombre? ¿Cómo se puede traspasar las fronteras de la cordura hasta la más pura locura homicída en el transcurso de tan sólo un par de meses?
Lo único que se pudo saber aquella fatídica mañana del 1 de mayo, fue que a las siete y media, José María Ruiz, desperto a la sirvienta, Juana García, mandándola a la farmacia en búsqueda de unos medicamentos. La chica volvió a la media hora, aludiendo que todas las farmacias estaban cerradas al ser festivo, la reacción de sastre fue mandarla a la farmacia de guardia. Quería estar solo. Su delirante mente hundida en una profunda enajenación mental le impulsaba a consumar un siniestro propósito. El holocausto de toda su familia.
Lo que pasó en el piso antes de que José María Ruiz se asomara gritando al balcón, con el cuerpo de uno de sus hijos en los brazos, se pudo reconstruir con el auxilio del informe del forense y de las diligencias que los funcionarios del Cuerpo General de Policía, así como el Juez de Guardia, instruyeron.
Cuando se escuchó aquella detonación detrás de la puerta, a través de la cual se desarrollara el dramático diálogo entre el fraile carmelita y el sastre, ya había acudido al lugar de autos, un coche del por entonces ya popular 091, y los bomberos, que fueron los que a golpes de hacha y haciendo la puerta añicos, entraron en primer lugar en la vivienda. Detrás de los restos de la puerta, se hallaba el cuerpo del sastre, que presentaba en la cabeza, una herida de bala producida por una pistola Walther calibre 6,35, de las que el homicida carecía de la oportuna licencia. Aún estaba con vida, cuando fue trasladado al Equipo Quirúrgico, falleciendo en el trayecto, antes de ser ingresado.
En el lugar se había personado el Juzgado de Guardia, que era el número 8 de los de Instrucción en Madrid. El magistrado Juez, Luis Cabreriza Botija, fue recorriendo las habitaciones del piso en donde se había desarrollado la más espantosa tragedía que se había conocido en Madrid en mucho tiempo. En la alcoba del matrimonio, en el suelo y junto a la cama, se hallaba el cadáver de la esposa del parricida, Dolores Bermúdez, muerta a martillazos. Y junto a ella, el cuerpo sin vida de la pequeña Susana, de 18 meses, degollada con un cuchillo de cocina. Este mismo cuchillo había sido usado por el desquiciado sastre para matar a sus otros cuatro hijos. José María, Juan Carlos y Adela, estaban en sus respectivas camas, no así la hija mayor, María Dolores, hallada en el cuarto de baño, sin duda tratando de huir de la furia homicida de su padre.
El juez de guardia ordenó el levantamiento de los cadáveres y la autopsia, así como la incautación de las armas homicidas: el martillo, la pistola y el cuchillo.
Psiquiatras eminentes opinaron que el sastre, obsesionado por las supuestas dificultades problemas y contratiempos que una y otra vez le proporcionaba la construcción de su chalet, debió despertarse aquella mañana con la monstruosa idea de matar a su familia. En su desequilibrado cerebro debieron de bailar miles de enemigos inventados en el delirio y como amaba entrañablemente a su mujer e hijos, no quiso abandoarlos a este infortunado mundo sufriendo, Dios sabe, que fantásticas, que desquiciadas, pesadumbres.
Un último dato de lo más inquietante y que hace pensar en retorcidas y malignas coincidencias, en oscuras y predestinadas sincronicidades. El edificio número 3 de la calle Antonio Grilo, tenía ya por aquel entonces un puesto destacado en la historia de la crónica negra madrileña. El 5 de noviembre de 1945, en el piso 1º derecha, el propietario e inquilino de la susodicha vivienda, un camisero de 48 años llamado Felipe De La Breña Marcos y natural de Puente del Arzobispo, provincia de Toledo, fue hallado cadáver. Le habían golpeado con un candelabro y posteriormente le habían estrangulado hasta la muerte. El móvil fue aparentemente el robo, pues la casa se hallaba revuelta, patas arriba. La Policía nunca pudo identificar y detener al autor de la asesinato del camisero de la calle Antonio Grilo. El crimen quedó impune.
La primera persona en sobreponerse del impacto inicial, es la portera de la fínca, Genoveva Martín quién inmediatamente sube las escaleras en heroíco alarde y llega a la puerta de la vivienda situada en el tercer piso y llama a su dintel. Al otro lado de este, una voz grita:¡Los he matado a todos!.., ¡Un sacerdote..., un sacerdote! La buena mujer, corre entonces al cercano convento de los Carmelitas, volviendo en compañía de un fraile, que entabló un patético diálogo con el homicida, quién le exigió la absolución antes de suicidarse. Ante la negativa del carmelita, a no ser que antes le entregara el arma, la respuesta fue una detonación de arma de fuego, que terminó por consumar el drama.
Según declararon algunos vecinos días después, el Sr. Ruíz, se había transformado. Algo terrible se barruntaba, algo terrible le estaba pasando. Pasaba mucho tiempo sólo y se volvía cada vez, más histérico e irascible. Estaba cambiando...
José María Ruiz Martínez era un hombre de cuarenta años. Sastre de profesión, regentaba un establecimiento en la calle Luna, encima de un restaurante de los entonces denominados económicos, llamado Casa Pascual. El negocio era próspero y rentable, con una notable clientela, sobre todo fundamentada principalmente en los empleados de RENFE de la cercana estación de Atocha madrileña. Hacía quince años que había contraído con Dolores Bermúdez Fernández. Marido y mujer estaban bien avenidos. Fruto de este matrimonio eran cinco hijos: María Dolores, de 14 años; Adela, de 12; José María, de 10; Juan Carlos, de 7; y Susana, que no tenía más que 18 meses.
El matrimonio acababa de adquirir unos terrenos en el municipio de Villalba, con el fin de construir una segunda vivienda, para el recreo, los fines de semana y el verano, al lado de sus padres, que tenían junto a sus hermanos parcelas cercanas y donde habían, a su misma vez, levantado sus respectivas segundas viviendas.
El sastre de la calle Luna a la misma vez que iniciaba los proyectos de construcción y repentinamente, comenzó a cambiar de carácter. Él mismo, dirigía las obras y sus caprichos y cambios de parecer le granjearon el antagonismo de albañiles y contratistas. Lo que un día le parecía bien, al otro le parecía algo detestable. En poco tiempo no halló a nadie dispuesto a trabajar en la obra, pues mandaba derribar lo que el día anterior se acababa de levantar. Volvía a casa hoscamente, irascible, muy contrariado, llegando al extremo de ser apremiado por la propia familia, para recibir tratamiento psiquiatrico. ¿Qué extraños mecanismos comenzaron a accionarse o a desconectarse en la mente de aquel, en otro tiempo, agradable y familiar hombre? ¿Cómo se puede traspasar las fronteras de la cordura hasta la más pura locura homicída en el transcurso de tan sólo un par de meses?
Lo único que se pudo saber aquella fatídica mañana del 1 de mayo, fue que a las siete y media, José María Ruiz, desperto a la sirvienta, Juana García, mandándola a la farmacia en búsqueda de unos medicamentos. La chica volvió a la media hora, aludiendo que todas las farmacias estaban cerradas al ser festivo, la reacción de sastre fue mandarla a la farmacia de guardia. Quería estar solo. Su delirante mente hundida en una profunda enajenación mental le impulsaba a consumar un siniestro propósito. El holocausto de toda su familia.
Lo que pasó en el piso antes de que José María Ruiz se asomara gritando al balcón, con el cuerpo de uno de sus hijos en los brazos, se pudo reconstruir con el auxilio del informe del forense y de las diligencias que los funcionarios del Cuerpo General de Policía, así como el Juez de Guardia, instruyeron.
Cuando se escuchó aquella detonación detrás de la puerta, a través de la cual se desarrollara el dramático diálogo entre el fraile carmelita y el sastre, ya había acudido al lugar de autos, un coche del por entonces ya popular 091, y los bomberos, que fueron los que a golpes de hacha y haciendo la puerta añicos, entraron en primer lugar en la vivienda. Detrás de los restos de la puerta, se hallaba el cuerpo del sastre, que presentaba en la cabeza, una herida de bala producida por una pistola Walther calibre 6,35, de las que el homicida carecía de la oportuna licencia. Aún estaba con vida, cuando fue trasladado al Equipo Quirúrgico, falleciendo en el trayecto, antes de ser ingresado.
En el lugar se había personado el Juzgado de Guardia, que era el número 8 de los de Instrucción en Madrid. El magistrado Juez, Luis Cabreriza Botija, fue recorriendo las habitaciones del piso en donde se había desarrollado la más espantosa tragedía que se había conocido en Madrid en mucho tiempo. En la alcoba del matrimonio, en el suelo y junto a la cama, se hallaba el cadáver de la esposa del parricida, Dolores Bermúdez, muerta a martillazos. Y junto a ella, el cuerpo sin vida de la pequeña Susana, de 18 meses, degollada con un cuchillo de cocina. Este mismo cuchillo había sido usado por el desquiciado sastre para matar a sus otros cuatro hijos. José María, Juan Carlos y Adela, estaban en sus respectivas camas, no así la hija mayor, María Dolores, hallada en el cuarto de baño, sin duda tratando de huir de la furia homicida de su padre.
El juez de guardia ordenó el levantamiento de los cadáveres y la autopsia, así como la incautación de las armas homicidas: el martillo, la pistola y el cuchillo.
Psiquiatras eminentes opinaron que el sastre, obsesionado por las supuestas dificultades problemas y contratiempos que una y otra vez le proporcionaba la construcción de su chalet, debió despertarse aquella mañana con la monstruosa idea de matar a su familia. En su desequilibrado cerebro debieron de bailar miles de enemigos inventados en el delirio y como amaba entrañablemente a su mujer e hijos, no quiso abandoarlos a este infortunado mundo sufriendo, Dios sabe, que fantásticas, que desquiciadas, pesadumbres.
Un último dato de lo más inquietante y que hace pensar en retorcidas y malignas coincidencias, en oscuras y predestinadas sincronicidades. El edificio número 3 de la calle Antonio Grilo, tenía ya por aquel entonces un puesto destacado en la historia de la crónica negra madrileña. El 5 de noviembre de 1945, en el piso 1º derecha, el propietario e inquilino de la susodicha vivienda, un camisero de 48 años llamado Felipe De La Breña Marcos y natural de Puente del Arzobispo, provincia de Toledo, fue hallado cadáver. Le habían golpeado con un candelabro y posteriormente le habían estrangulado hasta la muerte. El móvil fue aparentemente el robo, pues la casa se hallaba revuelta, patas arriba. La Policía nunca pudo identificar y detener al autor de la asesinato del camisero de la calle Antonio Grilo. El crimen quedó impune.
sábado, 18 de agosto de 2012
El Templo Hermético
Es indudable que la Orden del Temple, como otras muchas fundadas más o menos en aquellos tiempos, poseía muchos conocimientos ocultos.
A los Templarios se les atribuye la paternidad de la Francmasonería, y es posible, como afirman algunos historiadores, que sus riquezas, con ser muy elevadas, no radicaran tanto en los bienes materiales como en los antiguos misterios esotéricos.
Esta Orden siempre estuvo auroleada por el más absoluto misterio. Y no es casual que el papa Inocencio III, el 29 de marzo de 1139 decidiera dictar la bula Omne Datam Optimum, concediendo una extraordinaria amplitud a aquélla, pues a excepción de la autoridad del Pontífice, no estaban sometidos a ningún otro poder eclesiástico.
El hermetismo, que fue aprovechado para inventar toda clase de calumnias contra la Orden, y para acabar con su poderío económico y militar, se debía a unas reglas muy severas que imponían el máximo secreto sobre la organización de la Orden; así, por ejemplo, una rígida y excesiva disciplina obligaba a la abnegación y al anonimato más perfectos por parte de los monjes-soldado.
Poe dijo una vez: Puesto que apenas cabe imaginar una época en la que no existiese la necesidad o al menos el deseo de transmitir informaciones que escaparan a la comprensión general, cabe suponer que la práctica de la escritura cifrada se remonta a una altísima antiguedad.
En realidad, los Templarios desarrollaron diversas actividades económico-administrativas, bien conocidas y documentadas. Todo esto requería el mayor secretismo posible, pues en aquella época se perdían o eran destruidos muchos documentos, y ciertos escritos no debían caer en manos extrañas. Durante el maestrazgo de Roberto de Crayons se adopto la popular Cruz Templaria, también llamada Cruz de las Ocho Beatitudes, con el siempre número templario ocho y el octágono como resultado de la unión de sus brazos, el doble cuadrado, el octágono, como la más perfecta acercamiento a la perfección de la geometría cabalística que representa el círculo, que es el cielo, el infinito, Dios; y también como representación de los cuatro elementos y los respectivos estados de la materia, que coincidentemente suman; como la planta octogonal de la Mezquita de la Ascensión, situada sobre las ruinas de la casa fundacional de la Orden, el mítico Templo de Salomón. Las coincidencias con el místico número y el Temple, son innumerables.
Naturalmente, los Templarios tuvieron que imaginar una simbología y un alfabeto secretos; y algunos de los símbolos grabados en sus construcciones tienen una interpretación fácil, aunque otros no tanto...
Sin embargo, su alfabeto secreto debía acabar con la paciencia de criptógrafos de la época, pues no bastaba con descifrarlos, lo que ya era harto difícil, sino que además era preciso saber colocar cada signo en su sitio e interpretarlo debidamente, y hay que tener en cuenta que el alfabeto contaba con abundantes signos auxiliares, de muy difícil comprensión.
Cada hermano recibía una de esas cruces, que debía llevar siempre consigo, permitiéndole descifrar los signos y así mismo, servirse de la misma para redactar otros mensajes cifrados.
El alfabeto del Temple contenía 25 signos, que no se colocaban en la posición ordinaria sino cruciforme o circular, de acuerdo con el movimiento que el poseedor de la Cruz Ochavada o de las Ocho Beatitudes ejecutase con cada uno de sus brazos.
Un ejemplo clásico es el famoso cuadrado mágico: SATOR - AREPO - TENET - OPERA - ROTAS, que aparece ya en las ruínas de Pompeya, así como en una Biblia Latina del siglo VIII, en unos manuscritos griegos del siglo XII, en momendas austríacas del siglo XIV, en Santiago de Compostela y en numerosos edificios y construcciones levantadas por la Orden del Temple, cuadrado que nadie hasta ahora ha logrado descifrar satisfactoriamente.
A los Templarios se les atribuye la paternidad de la Francmasonería, y es posible, como afirman algunos historiadores, que sus riquezas, con ser muy elevadas, no radicaran tanto en los bienes materiales como en los antiguos misterios esotéricos.
Esta Orden siempre estuvo auroleada por el más absoluto misterio. Y no es casual que el papa Inocencio III, el 29 de marzo de 1139 decidiera dictar la bula Omne Datam Optimum, concediendo una extraordinaria amplitud a aquélla, pues a excepción de la autoridad del Pontífice, no estaban sometidos a ningún otro poder eclesiástico.
El hermetismo, que fue aprovechado para inventar toda clase de calumnias contra la Orden, y para acabar con su poderío económico y militar, se debía a unas reglas muy severas que imponían el máximo secreto sobre la organización de la Orden; así, por ejemplo, una rígida y excesiva disciplina obligaba a la abnegación y al anonimato más perfectos por parte de los monjes-soldado.
Poe dijo una vez: Puesto que apenas cabe imaginar una época en la que no existiese la necesidad o al menos el deseo de transmitir informaciones que escaparan a la comprensión general, cabe suponer que la práctica de la escritura cifrada se remonta a una altísima antiguedad.
En realidad, los Templarios desarrollaron diversas actividades económico-administrativas, bien conocidas y documentadas. Todo esto requería el mayor secretismo posible, pues en aquella época se perdían o eran destruidos muchos documentos, y ciertos escritos no debían caer en manos extrañas. Durante el maestrazgo de Roberto de Crayons se adopto la popular Cruz Templaria, también llamada Cruz de las Ocho Beatitudes, con el siempre número templario ocho y el octágono como resultado de la unión de sus brazos, el doble cuadrado, el octágono, como la más perfecta acercamiento a la perfección de la geometría cabalística que representa el círculo, que es el cielo, el infinito, Dios; y también como representación de los cuatro elementos y los respectivos estados de la materia, que coincidentemente suman; como la planta octogonal de la Mezquita de la Ascensión, situada sobre las ruinas de la casa fundacional de la Orden, el mítico Templo de Salomón. Las coincidencias con el místico número y el Temple, son innumerables.
Naturalmente, los Templarios tuvieron que imaginar una simbología y un alfabeto secretos; y algunos de los símbolos grabados en sus construcciones tienen una interpretación fácil, aunque otros no tanto...
Sin embargo, su alfabeto secreto debía acabar con la paciencia de criptógrafos de la época, pues no bastaba con descifrarlos, lo que ya era harto difícil, sino que además era preciso saber colocar cada signo en su sitio e interpretarlo debidamente, y hay que tener en cuenta que el alfabeto contaba con abundantes signos auxiliares, de muy difícil comprensión.
Cada hermano recibía una de esas cruces, que debía llevar siempre consigo, permitiéndole descifrar los signos y así mismo, servirse de la misma para redactar otros mensajes cifrados.
El alfabeto del Temple contenía 25 signos, que no se colocaban en la posición ordinaria sino cruciforme o circular, de acuerdo con el movimiento que el poseedor de la Cruz Ochavada o de las Ocho Beatitudes ejecutase con cada uno de sus brazos.
Un ejemplo clásico es el famoso cuadrado mágico: SATOR - AREPO - TENET - OPERA - ROTAS, que aparece ya en las ruínas de Pompeya, así como en una Biblia Latina del siglo VIII, en unos manuscritos griegos del siglo XII, en momendas austríacas del siglo XIV, en Santiago de Compostela y en numerosos edificios y construcciones levantadas por la Orden del Temple, cuadrado que nadie hasta ahora ha logrado descifrar satisfactoriamente.
S A T O R
A R E P O
T E N E T
O P E R A
R O T A S
Estas palabras son las mismas leídas en cualquier sentido, de arriba a abajo, y al revés, de izquierda a derecha y al revés. En realidad, es el más popular de los cuadrados mágicos, el que ha sido más estudiado y examinado, y el que nunca ha sido desenmarañado a plena satisfacción por los expertos en criptografía.
Volviendo brevemente a un lugar estrechamente vinculado a los Templarios y a la criptografía, y que ya ha ocupado espacio en alguna entrada de este blog, un lugar lleno de misterio y magía. Dicho lugar, no es otro, que la pequeña villa francesa de Rennes-le-Château, ubicada en el valle del Aude, cerca de Carcassonne, capital del Departamento del Aure, en el Languedoc, sede de antiquísimos enigmas y de supuestos tesoros; allí las piedras hablan, pero la verdad es que hasta el momento actual nadie ha entendido su lenguaje.
El misterio, si existe en realidad, estaría conectado con la repentina riqueza del cura Bérenguer Saunière, párroco del pueblo, entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, el cual, de la más completa pobreza pasó en muy reducido espacio de tiempo a gozar de la mayor riqueza, para asombro de todo el mundo, y de un modo tan enigmático que dio pie, y todavía lo da, a muchas especulaciones por parte de numerosos investigadores, incluso de los actuales.
Al parecer, el meollo del asunto se hallaría en unos antiguos pergaminos que se encontraron casualmente debajo de un altar, mientras estaban llevando a cabo unas obras de reparación del templo, hacia 1891, obras ejecutadas gracias a un crédito concedido por el municipio de Rennes.
El cura, de alguna manera logró descifrar los pergaminos, o alguien se los descifró, al menos en parte, llegando así a descubrir su contenido. Poco después se acabó su pobreza, lo que dio pábulo a muchas habladurías, por lo que el cura trató de ocultar, por medio de mensajes cifrados, sus secretos, haciendo desaparecer ciertas pistas e inscripciones de algunas lápidas del cementerio cercano a la iglesia, pero sin saber que afortunadamente ya habían sido copiadas por los arqueólogos y otros investigadores.
Cuando Saunière falleció en 1917, ni siquiera sus superiores, cuyas pesquisas había sabido esquivar, habían averiguado lo más mínimo. Sí, se hablaba de fabulosos tesoros, godos, romanos, merovingios... y naturalmente Templarios.
Porque en verdad, la Orden del Temple, aquellos valientes y misteriosos monjes-soldados, también estuvieron en aquella zona de los Pirineos, lindante con Cataluña y Huesca. Cerca de allí, en efecto, la Orden poseía dos encomiendas cuyas ruinas subsisten todavía. Se sabe que cuando Felipe IV de Francia suprimió a los Templarios lo hizo en busca de sus tesoros, que jamás consiguió, por lo que cabe pensar que el cura de Rennes, hombre tenaz y ambicioso, había levantado el velo del más tremendo misterio.
Hay que decir, dinalmente, que Rennes-le-Château se halla en el epicentro de la herejía cátara o albigense, de la que también os he hablado en este blog, por la fascinación que siempre despertó en mí; y es sabido que poco antes de la caída de su fortaleza en Montségur, no lejos de allí, se logró sacar del castillo un gran tesoro, al parecer jamás habido, y que sin duda fue escondido en algún sitio, esperando servirse del mismo en fecha no muy lejana o para evitar que cayese en manos del enemigo.
Los textos conservados, pues, a última hora, el susodicho cura los destruyó en gran parte, y el estudio de algunos detalles de las obras que emprendió sin regatear el dinero en su parroquia, podrían ser una pista oportuna.
Pero el servicio de criptografía francés nunca ha intentado descifrar todo este cúmulo de pistas y pruebas, y en todo caso, si llega a descubrirse tal tesoro, es posible que no se trate de oro ni de piedras preciosas, como aventura la preciosa novela de Peter Berling, Los Hijos del Grial, algo más grande y terrenal, vivo y palpable; o quizás un tesoro sí, pero de un conocimiento antiquísimo, más valioso que el más grande de los tesoros materiales.
Relacionando esoterismo, hermetísmo y Temple, podemos aventurar que el sumum de sus creencias se apartan bastante del dogmatísmo católico. Su cristianismo es un cristianismo solar, gnóstico, donde el conocimiento y la sabiduría es el verdadero camino hacia Dios y la salvación y elevación del alma; con raices indoeuropeas y no judías. Prueba de ello es el famoso Cristo renano del siglo XIV, un regalo a la Orden de los Pobres Caballeros, por parte de otros monjes-guerreros, los de la Orden Teutónica, que se conserva en el antiguo convento de Puente la Reina en Navarra, donde Jesús aparece crucificado sobre una orquilla de árbol en forma de Y griega. Símbolo del mítico árbol del Mundo de los indoeuropeos, representación de la pata de oca, otro símbolo templario, que podemos observar a lo largo de todo el Camino de Santiago y que a su vez, configura la runa Man, evocadora de la resurección y la vida eterna. Así todos estos símbolos que para aquellos no iniciados en lo mistérico, sólo llaman la atención por su extravagancia, implican una imagen crística relacionada intimamente con el arquetipo del Kristo solar, que para los nórdicos era Wotan u Odín, crucificado en el árbol Irminsul durante nueve días para poder descifrar el misterio y el poder mágico de las runas. Sobra decir, que las runas, como señales de un conocimiento revelado, aparecen en casi todas las construcciones templarias, habiendo sido posiblemente uno de los primeros alfabetos del mundo.
Como decía el Rabí de Galilea: el que tenga ojos, que vea.
Dedicado con afecto al templario Juan Manuel Parrilla Mota.
domingo, 15 de julio de 2012
La Otras Vidas De Cristo
Para el cristianismo actual, los únicos evangelios oficiales o canónicos son los de Marcos, Mateo, Juan y Lucas. Éstos son, en enfecto, los testimonios más antiguos sobre la vida de Cristo, escritos a finales del siglo I, y desde finales del siglo II fueron reconocidos como los únicos válidos. Pero desde una época muy antigua circularon junto a ellos otros textos similares, que recogían episodios diversos de la vida de Jesús, muchos no coincidentes con la versión canónica. Se los denominó evangelios apócrifos, es decir, ocultos, en alusión a que eran de origen dudoso o incluso constituían falsificaciones de los evangelios auténticos.
En la actualidad existe un gran interés por estos evangelios apócrifos, a causa del deseo un tanto morboso de encontrar en estos escritos algunas verdades, más o menos interesantes o comprometidas, que la Iglesia habría pretendido ocultar de la vista de los fieles. Sin embargo, hay que insisitir en que las diversas Iglesias cristianas, entre ellas la católica, no se oponen a la difusión de estos textos. Y también debe subrayarse que los evangelios apócrifos son todos más tardíos que los canónicos e incluyen elementos manifiestamente legendarios, por lo que no pueden considerarse como fuentes directas sobre la vida de Jesús ni sobre los orígenes del cristianismo. (Aunque no puede descartarse que algunas partes, no muchas ciertamente, de estos textos estuvieran como fondo colecciones de tradiciones orales sobre Jesús que no tuvieron la suerte de ser reconocidas y aceptadas generalmente).
Pese a ello, no puede negarse que los evangelios apócrifos tuvieron gran trascendencia para la historia de la teología, de la liturgia y de la Iglesia en general. Así, algunos elementos de los apócrifos, como los relacionados con la Virgen María, se integraron en la devoción cristiana de épocas posteriores. Por otra parte, su lectura nos ilustra sobre la forma en que se comprendió el cristianismo en los primeros siglos de su historia, y en particular la figura de Jesús, de la que los evangelios apócritofs ofrecen una imagen muy diferente a la de los evangelios canónicos.
Se conservan en total unos cincuenta evangelios apócrifos, que los estudiosos clasificas de diversas formas: por su tendencia teológica, como los evangelios gnósticos, por la etapa de la vida de Jesús, existen, por ejemplo, evangelios de la natividad, de la infancia o de la pasión de Cristo, o por algunos temas colaterales, como los apócrifos asuncionistas, que abordan la muerte o dormición de la Virgen.
Los evangelios gnósticos dibujan una figura de Jesús muy distinta a la que aparece en el resto de los evangelios apócrifos. Para los seguidores de las corrientes gnósticas, la salvación se obtenía no por la pasión y la muerte de Cristo en la cruz, sino por la fe y por el conocimiento revelado (la gnosis) que Cristo compartía con algunos escogidos. En los evangelios gnósticos, Jesús aparecía como un ser divino emanado de un Padre Trascendente, que era enviado a la tierra con el fin de rescatar a los espíritus aprisionados en la materia, esto es, la carne.
Entre los evangelios gnósticos destaca el Evangelio de Tomás, uno de los más antiguos, puede datarse a mediados del siglo II, que constituye un conglomerado de 114 dichos de Jesús. También puede mencionarse el Evangelio de Felipe, una colección de sentencias teológicas para ser utilizadas como catequesis sacramental, o para un cierto rito de iniciación baustismal de tipo gnóstico. Ambos se encontraron en 1945 en la traída y llevada Nag Hammadi en Egipto, dentro de una colección de 50 textos transcritos sobre 13 códices en papiro. Aunque estos códices fueron copiados, y tal vez traducidos al copto, en el siglo IV, los originales son textos griegos bastante más antiguos, probablemente de los siglos II y III.
Otro evangelio de carácter gnóstico es el Evangelio de Judas, difundido en 2006, aunque hallado unos años antes. Lo más llamativo de este texto es el punto de vista peculiar acerca del polémico compañero de Jesús, presentado no como el traidor, sino como el discípulo que mejor entendía al Maestro, un verdadero conocedor, un gnóstico digno de las revelaciones que Jesús no hizo a sus otros discípulos. Entre estas revelaciones destaca la constitución del universo y la suerte futura de las almas. Al final del evangelio, Judas recibe el encargo, glorioso y triste a la vez porque nadie será capaz de comprenderlo, de entregar el cuerpo de Jesús a las autoridades judías para facilitar así la redención. El premio de Judas será un lugar especial junto a la divinidad cuando su alma sea elevada al cielo.
Dejando a un lado los evangelios ligados al gnosticismo, uno de los apócrifos más antiguos y significativos es el Evangelio de Pedro, descubierto en 1886. Esta escrito en griego, y ya hacia el año 190 era conocido por Serapión, obispo de Antioquía. El texto comienza abruptamente, lo que denota que sólo nos ha llegado un fragmento. Entre otras cosas, se cuenta como en el proceso de Jesús ninguno de los judíos quería lavarse las manos, como hizo Poncio Pilato, así como la previsora petición de José de Arimatea al mismo Pilato de que le concediera el cuerpo de Jesús tras su muerte. Luego se describe la crucifixión, con dos importantes variantes repectos a los evangelios canónicos: Jesús no parece sentir dolor alguno, y cuando estaba a punto de morir rompe su silencio y exclama:
¡Fuerza mía, fuerza mía, tú me has abandonado!.
El Evangelio de Pedro describe también la resurrección, cosa que ningún evangelio canónico hace. Se añaden detalles curiosos como una cruz parlante que siguió a Jesús por los aires cuando salió de la tumba. Al recibir la noticia de la resurrección, Pilato ordenó que no se publicara. Aquella misma mañana María Magdalena acudió con sus amigas al sepulcro; al encontrarlo vacío, un joven les dio la noticia de la resurrección y las mujeres huyeron aterrorizadas. Mientras tanto, los doce discípulos, sumidos en la aflicción, volvieron cada uno a su casa. El relato se interrumpe cuando probablemente se iba a narrar una aparición de Jesús a Pedro en Galilea.
El Evangelio de Pedro llama profundamente la atención por su deslizamiento hacia lo mítico y novelesco, así como su afán apologético, mucho más acentuado que en los evangelios canónicos.
A la misma época pertenece otro evangelio apócrifo de gran riqueza narrativa. Su primer editor moderno en el siglo XVI lo llamó Protoevangelio de Santiago, aunque el manuscrito más antiguo se titula Nacimiento de María: Revelación de Santiago. El texto cuenta cómo dos ricos y ancianos personajes de Israel, Joaquín y Ana, tuvieron finalmente una hija por intervención divina, a quien llamaron María. Cuando la pequeña tenía tres años, la llevaron al Templo de Jerusalén, donde se quedó sirviendo al Señor y fue alimentada por un ángel. A los doce años los sacerdotes decidieron entregarla por esposa a un viudo de Israel. Reunidos todos los viudos, cada uno con una vara, ocurrió que de la de José salió una paloma, por lo que fue designado como esposo de María.
José hubo de ausentarse por motivos de trabajo, y entonces tuvo lugar la anunciación del ángel y la promesa del nacimiento virginal. A los seis meses, José volvio y encontró a María encinta. Cuando esta negó haberle engañado, José quedó perplejo. Entre tanto, la noticia llegó a oidos de los sacerdotes, que acusaron a José de haber abusado de María. Ambos fueron sometidos a la ordalía de la ingestión de agua sagrada y enviados a una montaña, pero los dos volvieron sanos y salvos.
A continuación se narra la orden de Augusto de censar a todo el pueblo. Puestos en camino, al llegar el momento del parto, José y María entraron en una cueva. Se produjeron entonces signos y prodigios maravillosos, como una partera que se mostró incrédula y exigió una comprobación física de la virginidad de María. Al realizarla, la mano de la partera quedó carbonizada por su incredulidad. Arrepentida, posteriormente se curó al coger al niño Jesús entre sus brazos. Sigue luego la visita de los magos y la matanza de los inocentes, narradas con sobriedad.
Cabe señalar que en el Protoevangelio se anuncian ya todos los futuros temas que desarrollarán la mariología cristiana. Es también reseñable notar cómo el autor resuelve el problema de hermanos de Jesús: José era viudo y había aportado al matrimonio con María unos hijos, fruto de sus anteriores esponsales, a los que luego se llamaría, impropiamente, hijos de María y hermanos de Jesús.
El notable influjo que ejerció el Protoevangelio de Santiago en la literatura posterior se advierte en el denominado Evangelio de Pseudo Mateo, de autor desconocido. La primera parte de ese texto no es más que la reelaboración del Protoevangelio, mientras que la segunda contiene elementos muy diversos, procedentes de narraciones apócrifas sueltas que debieron forjarse entre los siglos IV y V.
Esta segunda parte se inicia con el viaje de la Sagrada Familia a Egipto, en el que ocurrieron gran número de prodigios. A los tres años Jesús retornó a Palestina, concretamente a Galilea, donde transcurrió su infancia entre toda clase de hechos portentosos. Uno de los más conocidos es el de las doce estatuillas en forma de pájaro que Jesús elaboró con barro; cuando el niño dio unas palmadas los pajarillos echaron a volar. Jesús era temido entre sus compañeros de juegos, pues aquellos que se enfrentaban con él caían como fulminados por un rayo. La familia se trasladó luego a Nazaret, donde Jesús empezó su vida escolar, causando evidentes dificultades a sus maestros. Cuando uno de ellos se atrevió a castigar a Jesús con una vara por una respuesta que le pareció irrespetuosa, cayó muerto en el acto. El niño iba sembrando el terror entre sus vecinos, por lo que la familia hubo de trasladarse a Belén. En la conclusión de su relato, el autor volvía a tomar la explicación de los hermanos de Jesús que proponía el Protoevangelio de Santiago.
El Evangelio de Pseudo Mateo trataba de presentar al niño Jesús como un héroe maravilloso, omnisciente y poderoso. Pero la imagen que se desprende del texto es más bien la de un chiquillo arrogante, díscolo, caprichoso y hasta asesino. Pese a ello, la influencia de este evangelio en escritores posteriores, sobre todo en la Edad Media, fue enorme, y sus milagros entraron de lleno en la Leyenda Áurea de Jacobo de Vorágine, recopilada en el siglo XIII.
Las Actas de Pilato o Evangelio de Nicodemo fue elaborado, al igual que el Evangelio del Pseudo Mateo, en una fecha relativamente tardía, entre los siglos IV y V. Se compone en realidad de dos partes diferenciadas: una primera que puede llamarse propiamente Actas de Pilato, y una segunda, algo más breve, que no lleva título y se suele denominar Descenso de Cristo a los infiernos.
El contenido de las Actas trata fundamentalmente del proceso a Jesús. Nicodemo, un fariseo simpatizante de Jesús mencionado en el Evangelio de Juan, intercede por Cristo en el tribunal. Pilato también se muestra muy favorable al reo, aunque al final cede a las exigencias de los judíos. Sigue el relato de la crucifixión de Jesús al lado de Dimas y Gestas, los dos ladrones. Pilato y su mujer se dolieron por su muerte, ayunando durante un día. Luego José de Arimatea obtuvo de Pilato el cuerpo de Jesús, pero, tras enterrarlo, fue prendido y amenazado por los judíos. Éstos deliberaron cómo darle muerte, pero cuando fueron a buscarlo a la prisión la encontraron vacía.
Mientras tanto, los guardias apostados en el sepulcro fueron testigos de la resurección y la contaron a los judíos, que no los creyeron. A continuación se relata la aparición de Jesús en Galilea, ante José de Arimatea, un sacerdote, un doctor de la Ley y un levita, quienes narraron al Consejo de sacerdotes la aparición y la consiguiente ascensión de Jesús a los cielos.
El Descenso a los infiernos se presenta como continuación de la obra anterior, aunque el autor es claramente otro y es algo más tardío. Se nos ha transmitido en dos recensiones, una griega y otra latina. En la griega, José de Arimatea interviene en la última reunión del Consejo de ancianos, donde argumenta, como prueba de la resurrección de Jesús, que otros muchos han resucitado con él. Todos marchan a Arimatea, donde encuentran, efectivamente, a los resucitados a los que se refería José. Estas personas, entre ellas hay dos llamadas Leucio y Carino, toman papel y pluma y redactan un informe sobre la resurrección de Jesús y las maravillas que obró en el infierno.
En la recensión latina son el sacerdote, el levita y el doctor, personajes de la primera parte del evangelio, quienes cuentan cómo en el retorno de Galilea, donde habían sido testigos de la ascensión, hasta Jerusalén les salió al encuentro una gran multitud de hombres vestidos de blanco, que resultaron ser los resucitados de Jesús. Entre ellos reconocieron a Leucio y Carino, que les contaron los maravillosos sucesos tras la muerte de Jesús. Luego narran cómo Cristo descendió a los infiernos para liberar de las garras de Satanás a los justos que habían vivido antes de su venida a la tierra. Acto seguido todos se encaminaron al paraíso. La recensión griega concluye con una escena en la que los patriarcas se encuentran con el buen ladrón, que les estaba esperando para entrar con ellos en el paraíso.
Existe un grupo de evangelios apócrifos que tratan de un tema que tendría gran fortuna en el cristianismo medieval y moderno: la asunción de María al cielo. Son textos de fecha relativamente tardía, siglos IV y V, aunque algunos investigadores pretenden ver el origen de la tradición sobre la muerte y asunción de María en relatos antiguos que se remontarían hasta el siglo II.
El más significativo de estos textos es el Libro de San Juan Evangelista. El texto comienza relatando cómo, tras la resurrección de Jesús, el arcangel Gabriel se le apareció a María para anunciarle su pronta marcha de este mundo. Dias más tarde, María pidió en sus oraciones ver de nuevo a los apóstoles. El Espiritú los reunió a todos, incluso a aquellos que ya habían muerto, que fueron resucitados para ofrecer compañía a María; cada uno de ellos informó a la Virgen sobre su actividad apostólica. A continuación se presentó en casa de María un nutrido ejército de ángeles, que realizaron numerosos portentos en la naturaleza y entre los hombres, como curaciones milagrosas. Los judíos, sin dejarse impresionar, decidieron marchar contra la Virgen, o al menos lograr que el gobernador romano la expulsara del territorio. Finalmente, éste envió sus tropas contra María, pero el Espíritu la transportó, junto con los apóstoles, hasta Jerusalén.
Al enterarse de su presencia en la ciudad santa, los judíos corrieron con leña para prender fuego a la casa en la que María y sus acompañantes se habían instalado. Pero, al acercarse, salió de ella una violenta llamarada que acabó con una buena parte de los asaltantes. Luego Cristo se apareció ante todos, rodeado de ángeles. María logró de Jesús que se concedieran en adelante gracias especiales a los que invocaran su nombre con fervor. Se produce luego el momento solemne del tránsito: María bendice a cada uno de los apóstoles y Dios extiende sus manos y recibe el alma de María, mientras su cuerpo queda en la tierra.
Durante el traslado del cadáver al huerto de Getsemaní, un judío intentó profonarlo, pero sus manos quedaron colgadas del féretro, separadas del cuerpo; por intercesión de los apóstoles fue curado posteriormente. El cuerpo de la Virgen fue depositado en un sepulcro, en torno al cual se oían voces de ángeles y se expandía un exquisito perfume. Al tercer día dejaron de oírse las voces, y todos comprendieron que su inmaculado cuerpo había sido trasladado al paraíso.
Podemos comprobar, así pues, que los evangelios apócrifos están lejos de ser fuentes históricas sobre la vida de Jesús. Constituyen propiamente obras de ficción, de una riqueza narrativa extraordinaria, y que han ejercido enorme influencia en la devoción cristiana posterior.
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