Después del enorme éxito logrado por Luces De La Ciudad y Tiempos Modernos, Charles Chaplin, en la cumbre de su fama, se plantes afrontar el riesgo de rodar una película sonora; según cuenta en sus memorias (Historia De Mi Vida, 1965), fue el productor Alexander Korda quien le sugirió en 1937 la idea de filmar una historia sobre Hitler cuyo argumento fuese el engañoso parecido entre el Führer de carne y hueso y el habitual protagonista de las comedias charlotescas.
Las motivaciones para iniciar ese costoso proyecto, su realización le llevaría dos años con un presupuesto de dos millones de dólares de la época, no fueron sólo cinematográficas: Chaplin se propuso también despertar la conciencia democrática y combatir las tendencias capitulacionistas en Gran Bretaña (dominantes desde la Conferencia de Múnich) y aislacionistas en Estados Unidos (sólo el bombardeo de Pearl Harbor en diciembre de 1941 desvanecería ese ensueño). Aunque los trabajos preparatorios de El Gran Dictador se remontan a 1938, los objetivos movilizadores de su alerta temprana no llegaron a tiempo: la película sería estrenada en octubre de 1940, a los 13 meses de la invasión alemana de Polonia e inmediatamente después de la ocupación nazi de Francia y de la batalla aérea de Inglaterra.
Poderosos grupos pronazis intentaron primero sabotear el rodaje de la película y boicotear después su distribuición dentro y fuera de las fronteras de los Estados Unidos; el presidente Roosevelt le dejaría caer a un desconcertado Chaplin durante una visita a la Casa Blanca el reticente comentario de que su película estaba dando muchos quebraderos de cabeza a la embajada estadounidense en Buenos Aires. Tanto el exitoso estreno del film, como la posterior militancia de su director en la causa antinazi y su apoyo al esfuerzo bélico (incluida la opinión favorable a la apertura de un segundo frente que aliviara la presión alemana sobre la Unión Soviética) desataron una feroz campaña contra Chaplin, acusado de comunista. Por supuesto, El Gran Dictador no sería estrenada en la Europa ocupada hasta la rendición de Alemania; en España fue necesario aguardar hasta la muerte de Franco para que se proyectara en nuestras pantallas, un claro indicio de que los disfraces del régimen tras la derrota del Eje dejaron intactas sus viejas, profundas y emocionales lealtades con Hitler y Mussolini.
La película es una sátira feroz del nazismo, un cruel daguerrotipo de Adolf Hitler (Adenoid Hinkel) y de Benito Mussolini (Benzina Napaloni), una crítica ridiculizadora de la mística fascista, una conmovedora reivindicación de la libertad, la igualdad y la democracia. Los discursos inarticulados de Chaplin como Hynkel son una genial imitación cómica de las arengas hitlerianas en Núremberg, Múnich o Berlín. La secuencia del dictador jugando con un enorme globo, o César o nada, es seguramente la mejor interpretación de toda la carrera cinematográfica de Chaplin, sin que desmerezcan otras escenas antológicas como las condecoraciones arrancadas a Göring (Herring) por su jefe, los inventos del TBO, el traje a prueba de balas y el paracaídas miniaturizado, que les cuesta la vida a sus patentadores, la accidentada llegada del tren especial de Napaloni a la estación de la capital de Tomenia, el gran baile en la cancillería o la bronca rebozada en fresas y mostaza entre Hitler y Mussolini a propósito de la inminente invasión de Austria.
Como contrapunto del Chaplin - Hinkel, es el Charlot barbero, veterano soldado de la Gran Guerra como servidor del Cañon Berta que pierde la memoria en un accidente aéreo y regresa años después al gueto judío a reabrir su barbería sin haberse enterado de su asombroso parecido con el dictador. El personaje ya familiar de La Quimera Del Oro y de muchas otras películas mudas se enamora perdidamente de Paulette Goddard (Hanna) y la protege frente a los matones de las Tropas de Asalto de la Doble Cruz. El afeitado de un atemorizado cliente al ritmo de la Danza Húngara, de Johann Brahms, el baile enajenado a consecuencia de un sartenazo involuntariamente propinado por Hanna y las monedas tragadas con disimulo para no pagar el pato en un peligroso sorteo deberían figurar en todas las antologías de los momentos más felices de Chaplin.
En un ensayo sobre Stalin, Martin Amis se extraña de que los ex-comunistas puedan reírse de su pasado mientras resulta inimaginable que un antiguo nazi haga lo mismo. Pero Chaplin amplia esa interrogante hasta incluir a quienes hayan utilizado en algún momento el humor para aproximarse a la barbarie fascista; es la pregunta de quienes han visto reportajes fotográficos y cinematográficos sobre los supervivientes de Auschwitz y leído las escalofriantes estadísticas del exterminio: Si yo hubiera tenido conocimiento de los horrores de los campos de concentración alemanes, escribe Chaplin en su autobiografía, no habría podido rodar El Gran Dictador, no habría tomado a burla la demencia homicida de los nazis. Ciertamente, antes del comienzo de la guerra hubo abundantes indicios de la furia antisemita hitleriana: la oleada de salvajismo de la noche de los cristales rotos, del 9 al 10 de noviembre de 1938, marcó, digamos, un punto de no retorno con la demolición de un centenar de sinagogas, la destrucción de 8000 tiendas judías, el saqueo de innumerables viviendas y la detención de 30000 judíos. Pero ni siquiera esas inequívocas señales permitieron a la mayoría de la gente imaginar las dimensiones de la solución final, la decisión genocida adoptada en enero de 1942 de exterminar a seis millones de seres humanos culpables únicamente, como Chaplin, de tener ascendencia judía.
El Gran Dictador fue concebida, realizada, montada y estrenada a lo largo de un periodo que comienza con los preparativos para la guerra (el Anschluss de Austria, episodio que da fin a la película) y desemboca en la invasión de Polonia y la construcción del complejo concentracionario Auschwitz - Birkenau. Nadie puede censurar a Chaplin por rodar esta maravillosa obra de arte (al margen y por encima de su intencionalidad política), que es a la vez una emocionante reivindicación de la libertad, la igualdad y la fraternidad.
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