Recobraron ánimo los lusitanos gracias a Viriato, hombre de gran habilidad, que de pastor se hizo bandolero, de bandolero se convirtió súbitamente en militar y general, y de no abandonarle la suerte hubiera sido el Rómulo de España. Así resume la trayectoria de Viriato el historiador hispanorromano Lucio Anneo Floro.
Quizás en la observación final (Rómulo de España, nada menos) le traicionase el orgullo patrio. En lo demás no hace sino recoger lo que era un tópico ya desde los primeros historiadores griegos que se ocuparon del lusitano. (Diodoro, Sículo, Apiano), y que también recogió, con ligeras variantes, el romano Tito Livio.
Es Apiano precisamente quien en la parte de su Historia Romana dedicada a Iberia introduce a la figura de Viriato a raíz de la famosa felonía del gobernador romano de la Hispania Ulterior, Servio Galba, en el año 150 A. C. Los guerreros lusitanos, cogidos entre dos fuegos (el gobernador de la Hispania Citerior, Licinio Lúculo, había acudido en ayuda de su colega) decidieron rendirse. Galba, con el señuelo de proporcionarles tierras donde vivir en paz, los concentró en un determinado lugar, divididos en tres grupos, y tras hacerles entregar sus armas ordenó a sus legionarios acabar con ellos. Según el detallado relato de Apiano, pocos de ellos consiguieron escapar, entre los que se encontraba Viriato, que no mucho después fue el caudillo de los lusitanos y aniquiló a muchos romanos y dio muestras de grandes hazañas.
Hasta ese episodio, el más cruel y vergonzoso de la conquista romana de la península Ibérica, las fuentes casi nada nos dicen de nuestro personaje. Si coinciden en atribuirle un humilde linaje y situar su nacimiento en la parte de la Lusitania próxima al océano. Esta región de la Península se extendía desde el Duero hasta las desembocaduras del Guadiana y el Guadalquivir, y coincidía más o menos con el territorio de la provincia romana del mismo nombre que el emperador Augusto creó más de un siglo después. Incluía la mayor parte de Portugal y de las provincias españolas de Zamora, Salamanca, Cáceres, Badajoz y Huelva. El dato de la proximidad al mar sitúa la patria de Viriato en el actual territorio portugués, probablemente al sur, en la zona del Algarve, aunque, como suele ocurrir en estos casos, son muchos los lugares que reclaman ese honor. El nombre de Viriato era frecuente en esa zona, a juzgar por los documentos epigráficos. Es un derivado de la palabra latina viria, que era el nombre de los brazaletes de oro o plata que lucían los guerreros hispanos, según cuenta Plinio el Viejo.
De su etapa de pastor nada sabemos: ni sobre la especie de ganado (ovejas, vacas, aquellas famosas yeguas lusitanas a las que, de creer a Plinio, fecundaba nada menos que el viento Favonio), ni si pertenecía a su familia o bien lo cuidaba al servicio de algún amo. Esto último es lo más probable, según la opinión general sobre la humildad de su linaje. Todos los autores insisten en que desde su juventud destacó por sus condiciones físicas naturales, reforzadas por el continuo ejercicio y la vida al aire libre. Más tarde sacaría un extraordinario partido de ello, pues no sólo era extremadamente rápido en la persecución y en la huida y muy fuerte en la lucha a pie firme, sino que era superior a toda clase de cansancios e inclemencias.
El paso de pastor sin recursos a bandolero (ladrón, para la mayoría de los historiadores romanos) debió de ser natural para él en cuanto alcanzó la edad adulta. Pero no era ésta una tradición exclusiva de los lusitanos. Que los habitantes de las tierras más pobres y ásperas se dedicaran a saquear las de sus vecinos más ricos era lo habitual entre los pueblos de esta zona de la Península.
De creer a Diadoro, era una costumbre muy propia de los íberos, pero sobre todo de los lusitanos, que, cuando alcanzan la edad adulta aquellos que se encuentran más apurados de recursos, pero destacan por el vigor de sus cuerpos y su denuedo, preveyéndose de valor y de armas van a reunirse en las asperezas de los montes; allí forman bandas considerables que recorren Iberia, acumulando riquezas con el robo y ello lo hacen con el más completo desprecio de todo. El geógrafo Estrabón insiste en los mismo: Al habitar una tierra mísera y tener además poca, estaban ansiosos de lo ajeno. Los objetivos preferidos de estas bandas eran principalmente las zonas ya ocupadas por los romanos, por lo que éstos se veían obligados a intervenir sin tregua en su defensa, con diversa fortuna. La cosa duraba prácticamente desde la expulsión de los cartaginenses durante la segunda guerra púnica, cincuenta años antes. En este momento, sin embargo, aquellas bandas más o menos anárquicas se aglutinaban hasta formar auténticos ejércitos, como los que se habían enfrentado a Lúculo y Galba.
Tras la felonía de este último, por más que los autores siguieran aplicando a los lusitanos el calificativo de ladrones, la lucha dejó de tener un objetivo exclusivamente econónomico para derivar hacia la venganza y la resistencia política frente a un invasor despiadado. La banda se había convertido en una auténtica guerrilla. Los huidos consiguieron reunir cerca de diez mil hombres que se dedicaron a saquear las ricas tierras del valle del Guadalquivir, la Turdetania, territorio ya pacificado y controlado por los romanos. Entre ellos se encontraba, como hemos visto, el joven Viriato. Les salió al paso el nuevo gobernador, Cayo Vetilio, quién consiguió sorprenderlos y acorralarlos en un lugar sin salida. A los lusitanos no les quedó más remedio que rendirse y enviar embajadores a Vetilio con ramas de suplicantes prometiendo aceptar el dominio romano a cambio de tierras. Vetilio aceptó y se firmó un acuerdo. Pero entonces intervino Viriato previniéndoles contra la perfidia de los romanos y prometiendo que él los sacaría del cerco en que había caído si estaban dispuestos a seguirle. Así lo hicieron y lo eligieron como jefe. Corría el año 147 A. C.
Dux o imperator en los textos latinos: strategos, dynástes y hegemon en los griegos. Así se desginaba a los generales en jefe de un ejército. Y esos son los términos que se le aplican de entonces en adelante a Viriato, quien no tardó en demostrar que tenía un innato sentido de la estrategia. Según Apiano, era amante de la guerra y un señor de la guerra; para Diodoro, era belicoso y conocedor del arte bélico. Para estrenar su jefatura ideó una estratagema mediante la cual sorprendió al confiado Vetilio y consiguió cumplir su palabra poniendo a salvo al ejército lusitano. Cuando la noticia se difundió, aumentó su prestigio y gracias a ello, se le unió un gran número de hombres procedentes de todas partes. Así se reunió alrededor de Viriato un ejército heterogéneo de varios miles de hombres (lusitanos y célticos, pero también vetones, vacceos, bastetanos) que le seguían ciegamente.
Estrabón nos ha dejado una descripción de esta tropa variopinta: Llevan armamento ligero y son expertos en las maniobras. Tienen un escudo pequeño de dos pies de diámetro, cóncavo por delante y sujeto con correas porque no lleva abrazadera ni asas, y portan además un puñal y un cuchillo. La mayoría visten cotas de lino; son raros los que usan mallas y cascos de tres penachos; y los demás cascos de nervios. Los de a pie llevan grebas y varios venablos cada uno. Algunos usan también lanzas, cuyas puntas son de bronce. Apiano cuenta como acostumbraban a atacar con el tumulto y el griterío propio de los bárbaros y con el cabello largo, que suelen agitar ante los enemigos para infundirles miedo.
Este mismo autor, para resaltar las dotes de mando de Viriato, destacará precisamente que un ejército constituido de elementos tan heterogéneos nunca se rebeló contra su jefe y siempre que fue sumiso y el más resuelto a la hora del peligro. A esta fidelidad hacia su persona contribuían, a parte de su prestigio como estratega, su conducta con los hombres: era el primero en la batalla y también el primero en soportar la extrema dureza de la vida en el monte; así mismo, era justo en el reparto de premios y castigos, y totalmente desprendido a la hora del reparto del botín. Debido a ello, según Diodoro, los lusitanos le seguían de buen grado a la batalla y lo honraban como su benefactor y salvador. No cabe mayor elogio de un general en boca de un griego.
Al frente de este ejército, Viriato libró una guerra que duró ocho años. En los tres primeros, el éxito estuvo de su parte. Primero derrotó a Vetilio, que había seguido acosándoles tras la escaramuza anterior. Las circunstancias se trocaron y ahora fue el ejército romano el que se vio copado. Vetilio y la mitad de su ejército perecieron en la batalla. En los dos años siguientes, Viriato derrotó a todos los gobernadores que Roma envió contra él. No contento con defender la libertad de sus compatriotas devastó con la espada y el fuego las tierras de una y otra parte del Ebro y el Tajo; atacó los campamentos de los pretores y gobernadores de las provincias; esterminó casi por completo el ejército de Claudio Unimano, y con las banderas, trabeas y fasces que nos arrebató erigió en sus montañas grandes trofeos, explica Floro.
Una de esas montañas, el monte de Afrodita (o Venus), al norte del Tajo, era su refugio cuando las cosas se ponían mal y tenía que replegarse. Su audacia no excluía la habilidad para escabullirse, o para fingir hacerlo, a fin de atraer al enemigo a su terreno, sorprenderlo y coparlo. Se podría decir, que la rapidez de movimientos y la habilidad para la emboscada, características de la lucha de guerrillas, fueron patentadas por él. Durante estos años, Viriato no sólo consiguió imponer su dominio en la zona sur de la Lusitania, a uno y otro lado del bajo Guadiana, haciéndose fuerte sobre todo en la Beturia (la actual provincia de Huelva, más o menos), sino que recorría y devastaba impunemente las zonas próximas más ricas como la Carpetania y la Turdetania, donde contaba con muchos simpatizantes incluso entre ricos terratenientes compatriotas, uno de los cuales, de nombre Astolpas, acabaría siendo su suegro.
El Senado romano, alarmado por las noticias que llegaban de Lusitania, decició enviar allí a un peso pesado, el cónsul Fabio Máximo. Éste esperó a reunir un ejército suficiente y bien entrenado para presentar batalla al de Viriato, y la victoria se decantó hacia el lado romano.
El caudillo lusitano se replegó al norte de Sierra Morena, y se dedicó a provocar la sublevación de los pueblos de la Meseta (sobre todo de los arévacos) y de la belicosa Celtiberia. En tal sentido, Apiano lo presenta como el instigador de la guerra numantina, iniciada en 143 A. C. Durante unos años, Viriato y Numancia fueron la pesadilla de los romanos, hasta el punto de que éstos llamaron guerra de fuego a las campañas que les enfrentaban a lusitanos y celtíberos. Incluso hubo problemas en Italia para llevar a cabo las levas necesarias y reunir a los mandos intermedios (los tribunos militares); tal era el pavor que infundían aquellos bárbaros de Hispania.
Tras el fracaso ante Máximo, el ejército lusitano se rehízo y siguió humillando a sucesivos generales romanos hasta que Roma echó mano de otro general prestigioso, Serviliano, hermano de Máximo. Llegó a la Lusitania con 20.000 hombres, más diez elefantes y 300 jinetes provenientes de la provincia romana de Libia. Con este formidable ejército cayó sobre los 6.000 lusitanos que capitaneaba Viriato. Pero éste, con sus hombres en fuga, utilizó de nuevo su vieja táctica de revolverse rápidamente y sorprender así a los confiados y desordenados perseguidores. Los romanos tuvieron que replegarse a su campamento base y hasta allí se atrevió a perseguirles el lusitano que, tras incendiarlo, se retiró a su feudo de Beturia.
Serviliano fue tras él, pero de nuevo la astucia de Viriato le ganó por la mano. El ejército romano fue puesto en fuga y acabó cayendo en una trampa de la que no había escapatoria posible, como antaño les había sucedido a los lusitanos por obra de Vetilio. Viriato decidió aprovechar ese momento en que la fortuna le era favorable para forzar un tratado de paz no ya con Serviliano, sino con el mismo pueblo romano. El Senado lo ratificó y declaró a Viriato, amigo de los romanos, un título reservado para los reyes aliados del Próximo Oriente o del norte de África. Tan lejos había llegado el antiguo pastor lusitano.
Aparentemente, el tratado ponía fin a una guerra que había durado ocho años. Pero para los romanos no dejaba de ser un trágala, y el sucesor de Serviliano, su hermano Cepión, logró que el Senado rompiera el pacto y le dejara las manos libres para acabar con Viriato. Lo hizo fomentando la traición de tres de sus lugartenientes, que los sorprendieron en su tienda y lo degollaron, a pesar de que estaba protegido por la armadura. Según la versión más dramática de Floro, Cepión no titubeó en emplear contra el caudillo abatido y que se proponía capitular, la traición, el fraude y el puñal de sus mismos subordinados, adjudicándole con esta conducta al enemigo la vanagloria de creer que de otra manera jamás hubiera sido vencido. Cuando los traidores fueron a cobrar su recompensa, se le atribuye a Cepión la famosa sentencia: Roma no paga a traidores, haciendo justicia al valor que como hijos de Marte, los romanos daban a los más grandes señores de la guerra. Así acabó, en el año 139 A. C. la andadura histórica de Viriato. Y así empezó la leyenda.
A mi prima, María José Rustarazo Vargas.
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