
Este relato de Oscar Wilde es sólo literatura. En la vida corriente de cada uno, el hechizo de Dorian Gray se produce al revés. El cuarto oscuro es nuestro pasado y en él, permanencen intactos el niño, el joven, el adulto, el ser fuerte y tal vez indomable que fuimos tal vez algún día. Mientras a pleno sol nuestro cuerpo con el paso de los años se va destruyendo, esos seres maravillosos que nos habitaron sucesivamente, si uno no ha cometido el infortunio de haberlos asesinado, siguen vivos en el espacio oscuro de nuestra más preciosa memoria. Conservan aún, la primera inocencia, la turbulenta pubertad, los deseos juveniles de cambiar este mundo, la limpia ideología de comprometerse por los demás, el derecho a poder equivocarse, la firmeza del cuerpo y del alma, el mismo espíritu de libertad.
Si no existieran espejos nadie sería capaz de conocer su propio rostro, tan sólo envejeceríamos en el reflejo de la mirada de los otros. Ese sería un juicio inapelable. Pero esos seres del pasado tan extremadamente puros que algunos llevamos dentro son también un espejo velado y la verdadera destrucción espiritual se produce cuando uno no reconoce la imagen propia al reflejarse en ellos. Dorian Gray ya viejo, con todos esos seres asesinados, muertos a cuestas irá en su flamante coche último modelo a una fiesta. Con una copa en la mano, lleno de la más triste melancolía, verá bailar en el jardín a las muchachas cubiertas de flores y esa será su condena.