En el interior de un cuarto oscuro permanece el retrato de Dorian Gray. Mediante el pacto que el pintor ha hecho con las leyes secretas y herméticas de la hermosura se produce un hechizo. El propio Dorian Gray de carne y hueso, que le ha servido de modelo, permanecerá siempre joven a la luz del día y toda la ruina física que regala el paso del tiempo la asumirá el retrato y en él se reflejarán los vícios, las caídas y los deseos frustrados de la penosa vida. En el cuarto oscuro la figura representada se irá degradando y pervertiendo. Sus ojos se inundarán de fluorescente y amarilla linfa, la piel tomará un color terroso y polvoriento, la cabeza inexorablemente se cubrirá de la gris ceniza, aparecerán manchas ocres en el dorso de las manos, bajo las sedas ajadas y harapientas de la camisa, y de los antaño delicados pantalones de terciopelo, ahora ya raídos, se le caerán flácidas las carnes; mientras el joven Dorian Gray con el atractivo inalterable en el rostro, la mirada siempre brillante, la tensión pétrea en los músculos, seguirá seduciendo, bebiendo y bailando en fiestas interminables.
Este relato de Oscar Wilde es sólo literatura. En la vida corriente de cada uno, el hechizo de Dorian Gray se produce al revés. El cuarto oscuro es nuestro pasado y en él, permanencen intactos el niño, el joven, el adulto, el ser fuerte y tal vez indomable que fuimos tal vez algún día. Mientras a pleno sol nuestro cuerpo con el paso de los años se va destruyendo, esos seres maravillosos que nos habitaron sucesivamente, si uno no ha cometido el infortunio de haberlos asesinado, siguen vivos en el espacio oscuro de nuestra más preciosa memoria. Conservan aún, la primera inocencia, la turbulenta pubertad, los deseos juveniles de cambiar este mundo, la limpia ideología de comprometerse por los demás, el derecho a poder equivocarse, la firmeza del cuerpo y del alma, el mismo espíritu de libertad.
Si no existieran espejos nadie sería capaz de conocer su propio rostro, tan sólo envejeceríamos en el reflejo de la mirada de los otros. Ese sería un juicio inapelable. Pero esos seres del pasado tan extremadamente puros que algunos llevamos dentro son también un espejo velado y la verdadera destrucción espiritual se produce cuando uno no reconoce la imagen propia al reflejarse en ellos. Dorian Gray ya viejo, con todos esos seres asesinados, muertos a cuestas irá en su flamante coche último modelo a una fiesta. Con una copa en la mano, lleno de la más triste melancolía, verá bailar en el jardín a las muchachas cubiertas de flores y esa será su condena.
Un Blog Sobre Reflexiones Y Refracciones...
Bajo la influencia de la Especia Melange, la Especia de las Especias...
miércoles, 29 de septiembre de 2010
domingo, 19 de septiembre de 2010
De Todo Corazón, Gracias
Llevo muchísimo tiempo intentando escribir algo sobre la amistad y siempre me detiene de algún modo, el miedo de no estar a la altura. De que mis palabras de alguna forma no logren merecerse a mis amigos. Las loas a la amistad son un lugar común demasiado común, diría yo, y a todo el mundo se le calienta la boca parloteando sobre ello. "Lo más importante en la vida son los amigos", gorjean alegremente desde los concursantes más descerebrados de los reality shows, hasta las tertulias más malvadas de la telebasura. Amigos y amistad, son hermosas palabras que el uso y abuso han desgastado.
Lo de la amistad es como el amor. Todo el mundo cree saber de ello, todos nos consideramos grandes conocedores del asunto, expertos en los sentimientos y en la pasión, cuando, en realidad, son dos materias complejas y casi infinitas, profundos rincones del ser, que uno sólo empieza a comprender con la madurez. Cuando somos jóvenes, muy jóvenes, amigos y amores llegan fácilmente, son como una lluvia de verano, cálida y revuelta, confusa, ligera y casi siempre amontonada. Cuando eres joven, muy joven, no escoges, aunque tu así lo creas. Te haces amigo y te enamoras de lo primero que pasa. Porque tenemos necesidad de querer. Somos así, y esa necesidad, a pesar de dolores y desengaños, es conmovedora.
Luego vas viviendo y te vas haciendo. Con suerte, y con esfuerzo, probablemente te vas conociendo un poco. Y también vas encontrando a tu gente, a esas personas que se convertirán en tu mundo, en tu territorio. La única patria que reconozco, la única, son mis amigos, esa es la verdad. Es esta, una patria exigente. La amistad, como el amor, requiere atención, entrega, riego constante. Hay que invertir muchas horas en cultivarla. Conforme me voy haciendo mayor, sé con toda certidumbre que es el mejor destino que puedes dar a tu tiempo, creelo. Esa es una de las cosas que he aprendido.
Por muy vitalista y optimísta que se sea, hacerse mayor es desagradable, muy desagradable. Hacerse viejo es perder; pierdes a la gente querida que se muere; pierdes capacidades poco a poco, casí sin darte cuenta, pierdes futuro: con lo hermosa que es la vida, cada vez te queda menos por delante. Pero con los años también ganas un par de cosas muy importantes y valiosas: experiencia, y si te lo trabajas, sabiduría, que no es otra cosa que una suma de conocimiento intelectual y de madurez emocional. Pero, sobre todo, ganas ese pasado común con los amigos. Crecer con los amigos, hacerse mayor con ellos, ir trenzando a la espalda, con esos testigos de tu vida, años de una biografía compartida, es algo absolutamente maravilloso. Con el paso del tiempo, la amistad verdadera se profundiza y agiganta y se alcanzan niveles de veracidad y emoción del todo indescriptibles.
Con el paso de los años, las amistades se prueban de verdad. El tiempo hiere; hay momentos en los que el paso del tiempo se vuelve salvaje, y muerde y desgarra como una bestia furiosa. En esos tránsitos hostiles y penosos de nuestra existencia, en la angustia, en los problemas, en la desolación, en la incertidumbre, los verdaderos amigos acuden al rescate. Con tal generosidad, con tal facilidad afectuosa, que realizan auténticas proezas como si en realidad no les costase nada. Los amigos de verdad, te salvan literalmente la vida y lo hacen sin esperar nada a cambio, sin alardear de nada, por el puro placer de dar, de regalar, modestamente grandiosos.
Alguna que otra vez, he jugado a imaginar cuáles serían mis últimos pensamientos antes de morir, creo que todos lo hemos hecho. Cómo sería el balance de mi existencia. Siempre he supuesto que esas memorias ardientes y finales estarían compuestas por recuerdos de los amores más apasionados, de la infancia, de la familia. Ahora voy sabiendo que en ese recuento final brillarán como islas de luz algunos momentos mágicos con mis amigos. Esos regalos de cariño que me han dado, tan inmensos que a veces parece imposible merecerlos. Eso también es la verdadera amistad: la sensación de estar felizmente en deuda con los demás. Por todo eso que hemos vivido, y por todo lo que seguro que todavía viviremos, gracias. De todo corazón, gracias.
Lo de la amistad es como el amor. Todo el mundo cree saber de ello, todos nos consideramos grandes conocedores del asunto, expertos en los sentimientos y en la pasión, cuando, en realidad, son dos materias complejas y casi infinitas, profundos rincones del ser, que uno sólo empieza a comprender con la madurez. Cuando somos jóvenes, muy jóvenes, amigos y amores llegan fácilmente, son como una lluvia de verano, cálida y revuelta, confusa, ligera y casi siempre amontonada. Cuando eres joven, muy joven, no escoges, aunque tu así lo creas. Te haces amigo y te enamoras de lo primero que pasa. Porque tenemos necesidad de querer. Somos así, y esa necesidad, a pesar de dolores y desengaños, es conmovedora.
Luego vas viviendo y te vas haciendo. Con suerte, y con esfuerzo, probablemente te vas conociendo un poco. Y también vas encontrando a tu gente, a esas personas que se convertirán en tu mundo, en tu territorio. La única patria que reconozco, la única, son mis amigos, esa es la verdad. Es esta, una patria exigente. La amistad, como el amor, requiere atención, entrega, riego constante. Hay que invertir muchas horas en cultivarla. Conforme me voy haciendo mayor, sé con toda certidumbre que es el mejor destino que puedes dar a tu tiempo, creelo. Esa es una de las cosas que he aprendido.
Por muy vitalista y optimísta que se sea, hacerse mayor es desagradable, muy desagradable. Hacerse viejo es perder; pierdes a la gente querida que se muere; pierdes capacidades poco a poco, casí sin darte cuenta, pierdes futuro: con lo hermosa que es la vida, cada vez te queda menos por delante. Pero con los años también ganas un par de cosas muy importantes y valiosas: experiencia, y si te lo trabajas, sabiduría, que no es otra cosa que una suma de conocimiento intelectual y de madurez emocional. Pero, sobre todo, ganas ese pasado común con los amigos. Crecer con los amigos, hacerse mayor con ellos, ir trenzando a la espalda, con esos testigos de tu vida, años de una biografía compartida, es algo absolutamente maravilloso. Con el paso del tiempo, la amistad verdadera se profundiza y agiganta y se alcanzan niveles de veracidad y emoción del todo indescriptibles.
Con el paso de los años, las amistades se prueban de verdad. El tiempo hiere; hay momentos en los que el paso del tiempo se vuelve salvaje, y muerde y desgarra como una bestia furiosa. En esos tránsitos hostiles y penosos de nuestra existencia, en la angustia, en los problemas, en la desolación, en la incertidumbre, los verdaderos amigos acuden al rescate. Con tal generosidad, con tal facilidad afectuosa, que realizan auténticas proezas como si en realidad no les costase nada. Los amigos de verdad, te salvan literalmente la vida y lo hacen sin esperar nada a cambio, sin alardear de nada, por el puro placer de dar, de regalar, modestamente grandiosos.
Alguna que otra vez, he jugado a imaginar cuáles serían mis últimos pensamientos antes de morir, creo que todos lo hemos hecho. Cómo sería el balance de mi existencia. Siempre he supuesto que esas memorias ardientes y finales estarían compuestas por recuerdos de los amores más apasionados, de la infancia, de la familia. Ahora voy sabiendo que en ese recuento final brillarán como islas de luz algunos momentos mágicos con mis amigos. Esos regalos de cariño que me han dado, tan inmensos que a veces parece imposible merecerlos. Eso también es la verdadera amistad: la sensación de estar felizmente en deuda con los demás. Por todo eso que hemos vivido, y por todo lo que seguro que todavía viviremos, gracias. De todo corazón, gracias.
sábado, 4 de septiembre de 2010
Nuestra Medicina
La comedia ha salvado, a lo largo de la historia, más vidas que la propia medicina. Exageración, pensarán algunos. Lo cierto es que con todas las pequeñas muertes que sufrimos cada día (podemos llamarlas celos, disgustos, traiciones..., el hábito no hace al monje), la risa acaba convirtiéndose en una particular forma de resurrección. No voy a hablar aquí de las saludables consecuencias de una buena carcajada, eso ya está muy visto aunque sea un tópico impepinable (como casi todos los tópicos que circulan por ahí). Lo que sí hay que decir es que, aunque no lo admitamos publicamente, los cómicos ocupan un rol muy importante en nuestro día a día. Ellos son los instrumentos que activan nuestra capacidad de utilizar los pulmones para algo más que emitir suspiros o resoplar.
Sin embargo, los cómicos acostumbran a ser, casi inevitablemente, gente taciturna, tímida, que no gustan de empezar el día con una curva en los labios. Quizás porque de la misma forma que el actor porno termina aborreciendo el sexo, el cómico acaba considerando la risa un automatismo, un acto mecánico que va a producirse sea cual sea su estado de ánimo. No importa que el tipo tenga una depresión ni el tamaño de esta, cuando llega el momento su obligación es hacernos reir. Ya se sabe, es muy distinto hacer algo porque nos corroe el deseo de hacerlo que hacerlo porque no tenemos más remedio, simplemente porque es nuestro trabajo.
El ejemplo más flagrante de la eterna levedad del cómico es John Belushi (también se podría mencionar a Lenny Charles o Andy Kaufman) que se hizo famoso por sus impresionantes actuaciones en el Saturday Night Live y que después se clavó en el imaginario cinéfilo con películas como Granujas A Todo Ritmo o Desmadre A La Americana. Detrás de su oronda silueta y su descomunal capacidad para el cachondeo y la mofa se escondía sin embargo un tipo atormentado que consumía seis gramos de cocaína y tres botellas de vodka al día y que vivía cada minuto como si un meteorito estuviera a punto de impactar sobre la Tierra y el tiempo se le escurriera entre las manos. Basta con leer la biografía del guitarra de The Police, Andy Summers, íntimo amigo suyo, o el excelente libro del periodista Bob Woodward (el del Watergate) sobre el actor para descubrir la bestia que se escondía en las tripas de John Belushi, el Blues Brother.
Obviamente la sonrisa del monstruo se apagó y el cómico fue encontrado muerto el 5 de marzo de 1982 en el Chateau Marmont de Los Angeles después de haber ingerido una letal combinación de cocaína y heroína. A la semana siguiente, sus mejores amigos, nombres como Bill Murray, Chebby Chase o Dan Aykroyd, volvían al tajo. No importaba el dolor ni la culpa, lo único que importaba es que siguiéramos riéndonos. Su muerte fue una lección de vida que todos deberíamos aplicarnos a modo de mantra nihilista: al final da igual lo que nos suceda porque, créeoslo o no, la vida sigue. Pensad en ello cuando lleguen las próximas elecciones.
Sin embargo, los cómicos acostumbran a ser, casi inevitablemente, gente taciturna, tímida, que no gustan de empezar el día con una curva en los labios. Quizás porque de la misma forma que el actor porno termina aborreciendo el sexo, el cómico acaba considerando la risa un automatismo, un acto mecánico que va a producirse sea cual sea su estado de ánimo. No importa que el tipo tenga una depresión ni el tamaño de esta, cuando llega el momento su obligación es hacernos reir. Ya se sabe, es muy distinto hacer algo porque nos corroe el deseo de hacerlo que hacerlo porque no tenemos más remedio, simplemente porque es nuestro trabajo.
El ejemplo más flagrante de la eterna levedad del cómico es John Belushi (también se podría mencionar a Lenny Charles o Andy Kaufman) que se hizo famoso por sus impresionantes actuaciones en el Saturday Night Live y que después se clavó en el imaginario cinéfilo con películas como Granujas A Todo Ritmo o Desmadre A La Americana. Detrás de su oronda silueta y su descomunal capacidad para el cachondeo y la mofa se escondía sin embargo un tipo atormentado que consumía seis gramos de cocaína y tres botellas de vodka al día y que vivía cada minuto como si un meteorito estuviera a punto de impactar sobre la Tierra y el tiempo se le escurriera entre las manos. Basta con leer la biografía del guitarra de The Police, Andy Summers, íntimo amigo suyo, o el excelente libro del periodista Bob Woodward (el del Watergate) sobre el actor para descubrir la bestia que se escondía en las tripas de John Belushi, el Blues Brother.
Obviamente la sonrisa del monstruo se apagó y el cómico fue encontrado muerto el 5 de marzo de 1982 en el Chateau Marmont de Los Angeles después de haber ingerido una letal combinación de cocaína y heroína. A la semana siguiente, sus mejores amigos, nombres como Bill Murray, Chebby Chase o Dan Aykroyd, volvían al tajo. No importaba el dolor ni la culpa, lo único que importaba es que siguiéramos riéndonos. Su muerte fue una lección de vida que todos deberíamos aplicarnos a modo de mantra nihilista: al final da igual lo que nos suceda porque, créeoslo o no, la vida sigue. Pensad en ello cuando lleguen las próximas elecciones.
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