Todos los años se cometen en el mundo miles de asesinatos. De ellos, la gran mayoría son resueltos en menos de un año gracias a una buena investigación. Pero un pequeño porcentaje aún permanece en los archivos policiales con la etiqueta de sin resolver. Son los más misteriosos, crímenes perfectos en los que todas las pistas llevaron a un punto muerto, a un callejón sin salida. Según un estudio interno de la Interpol, cerca del 90% de los homicidios que se cometen anualmente en Europa son solucionados con éxito. Lo que también significa que uno de cada diez delitos de este tipo queda impune, bien porque la investigación se empantana hasta pararse definitivamente, o porque nunca se vislumbra un sospechoso. A ese reducido grupo de casos se les denomina crímenes perfectos. El resto sólo son crímenes no resueltos por el azar o porque la investigación está tan mal realizada que impide aportar luz al suceso, dando veracidad al viejo dicho criminológico de no existen crímenes perfectos, sino investigaciones imperfectas.
Pero, ¿qué debemos entender realmente por crimen perfecto? Para algunos, son aquellos de los que nunca oiremos hablar. Y si no queremos entrar en discusiones filosóficas, los detectives los describen como los homicidios que, habiendo sido planeados y existiendo una relación entre víctima y agresor, se quedan sin resolver porque el delincuente no ha dejado rastro, se ha deshecho de cualquier prueba que pueda incriminarle y ha cuidado todos los detalles, hasta el punto de que, aunque se sospeche de él, nadie pueda imputarle el delito.
Son casos misteriosos, rocambolescos e incomprensibles en apariencia porque no siguen los patrones típicos. Sobre ellos pesa además un problema añadido: el paso del tiempo. Porque cuantos más meses o años transcurran desde los hechos, más difícil se antojará alcanzar la solución correcta. El tiempo que pasa es la verdad que huye, suele repetirse en los ambientes criminológicos. Un ejemplo lo encontramos en las muertes producidas por Jack el Destripador en el otoño de 1888, episodio del que ya es casi imposible extraer más datos en claro, al estar todos los testigos y haber, incluso, desaparecido muchos de sus expedientes.
Pero no es necesario irse tan lejos. En 1943 tuvo lugar uno de los homicidios más enigmáticos e increíbles del siglo XX, el del industrial sir Harry Oakes, una de las mayores fortunas del mundo, gracias al negocio del oro. Han pasado 66 años del suceso con todos sus misterios por desvelar. En 1943 Harry Oakes vivía en la paradisíaca Nassau, capital de las Bahamas, donde la noche del 7 al 8 de julio su cuerpo inerte fue encontrado en su dormitorio hacia las 07.00 de la mañana. Estaba tendido en la cama, con señales de haber sido torturado y con cuatro heridas muy profundas y triangulares en el parietal derecho que, según el forense, le provocaron la muerte y de las que nunca pudo descubrir el objeto que las había motivado. De la investigación se ocupó la Policía de Miami, que pronto dio muestras de una gran incompetencia y parcialidad. Se habló de ritos de vudú antillano por las plumas de almohada esparcidas sobre la cama o de alguna venganza motivada por los devaneos amorosos de la víctima. Sólo un investigador privado procedente de New York, Raymond Schindler, aportó algo de luz al caso, logrando la libertad del único detenido, Marie Alfred Fouqueraux de Marigny, famoso playboy de las islas y, a todas luces, cabeza de turco del homicidio.
El juicio, iniciado el 18 de octubre de ese año, no aportó nada en claro, más allá de la incompetencia policial, la oscura trama financiera en torno a Oakes, las pruebas falsas para incriminar a Marigny y la participación de personajes tan ilustres como el antiguo rey de Inglaterra Eduardo VIII, en esos instantes gobernador de las Bahamas. Pero lo más extraño de aquel suceso aún estaba por llegar y lo haría en forma de muertes misteriosas. Entre ellas la de dos de los hijos de la víctima, su secretaria, la del investigador privado Schindler o la de algunos de los policías que participaron en la investigación. También fueron asesinados la jurista Bettie Ellen Renner, que llegó a la isla en 1950 dispuesta a esclarecer lo sucedido de una vez por todas, y el nuevo gobernador de las Bahamas en 1952, James Barker, después de anunciar la reapertura del caso. Nadie volvió a intentar reabrirlo.
Los Galindos era un cortijo situado cerca del pueblo sevillano de Paradas. El día citado, uno de los trabajadores llamado Antonio Fenet divisó hacia las 16.30 de la tarde una humareda que se levantaba a lo lejos entre los tejados de la hacienda. Al acercarse con varios compañeros se encontraron con un espectáculo terrible: cuatro cuerpos yacían sin vida en diferentes lugares del cortijo. Dos muertos por disparos de escopeta y otros dos por los golpes propinados con una herramienta de maquinaria agrícola. Para eliminar posibles rastros, el, o los asesinos, habían colocado los cuerpos sobre balas de paja a las que prendieron fuego. A partir de ahí los hechos se complican. Tres días más tarde se encuentra un quinto cadáver oculto en un montón de paja que, con toda seguridad, fue peinado por la Guardia Civil el mismo día de los asesinatos, sin encontrar nada sospechoso. Es el cuerpo del capataz, sobre el que hasta ese instante recaían todas las sospechas por hallarse desaparecido. Con su muerte la Policía pierde todas las pistas. Se descarta el móvil del robo porque en la finca no falta nada de valor y tampoco existen rencillas entre los difuntos y gente de los alrededores. Además, ¿por qué matar a cinco personas, incluso haciendo venir a una de ellas desde su casa hasta el cortijo con una misteriosa llamada?
El asunto de Los Galindos ha propiciado libros y folletines, cada cual con una teoría más inverosímil, como ajustes de cuentas o tráfico de drogas. Por el momento, ninguna puede explicar las cinco muertes.
Los Galindos es un perfecto ejemplo de crimen sin resolver por falta de móvil. Lo que no se desconoce es si hoy hubiera podido esclarecerse con las modernas técnicas de investigación policial, ya que en esa época apenas se tenían en cuenta procedimientos como el ADN. De hecho, es ahora cuando se está exprimiendo todo su potencial, y a este respecto, apenas hace dos años que España puso en funcionamiento un banco de ADN en el que se almacenaron los datos de 45.000 sospechosos y que, según la Policía Científica, serviría para encontrar respuesta a unos 5.000 casos sin resolver sólo el primer año. Por supuesto, este banco puede intercambiar datos con los guardados en otros 26 países miembros de la Unión Europea. Sin embargo habrá una salvedad en el caso de España, ya que al existir muestras de ADN únicamente desde 1991, casi todos los crímenes anteriores a esa fecha continuarán sin ser esclarecidos. No es un problema exclusivamente nuestro, en otros países ocurre algo semejante. Ese retardo en la recogida y análisis de ADN ha impedido la resolución de crímenes considerados hoy clásicos y que, de otra forma, se hubieran cerrado sin mayor complicación.
Quizá el más asombroso y famoso de todos ellos sea el que tuvo por protagonista al doctor Samuel Sheppard. Poca gente lo sabe, pero el suyo fue el episodio real en el que se inspiró la serie y la posterior adaptación cinematográfica de El fugitivo, con Richard Kimble como protagonista. Todo sucedió en la madrugada del 3 al 4 de julio de 1954. El doctor Sheppard duerme en el sofá de la planta baja mientras su mujer descansa en el dormitorio superior. Han tenido una cena con sus vecinos. De pronto, el doctor se despierta alertado por los gritos de la mujer y cuando sube a ayudarla la ve forcejeando con algo o alguien. Acto seguido se desmaya al ser golpeado por detrás. Cuando recobra el conocimiento ella yace muerta. A continuación, escucha unos ruidos en la planta baja y persigue a un hombre corpulento por el campo hasta darle alcance. En el forcejeo vuelve a perder el sentido. Ante tales hechos, la Policía no tarda en declararle principal sospechoso.
Sin embargo, no se tienen en cuenta diversas circunstancias extrañas como el hecho de que la puerta de la casa aparezca forzada y algo más importante aún, una mancha de sangre en las escaleras que años más tarde se demostraría no pertenecía a nadie de la casa, Aún así, el doctor es declarado culpable de asesinato en segundo grado y condenado a cadena perpetua.
Cuando llevaba diez años en la cárcel, Sheppard consigue la celebración de un nuevo juicio en el que se aportan nuevas pruebas y la trama se complica aún más con acusaciones probadas de infidelidad entre él y su mujer ya difunta. Pero lo consigue, el jurado le declara no culpable y Sheppard sale inmediatamente de prisión.
Lo que persisten son las dudas. ¿Con quién forcejeó el doctor en dos ocasiones? ¿De quién era la sangre hallada en la escalera? ¿Por qué el asesino sólo mató a la mujer y no al doctor cuando éste se encontraba ya inconsciente? Y más curioso aún, ¿por qué no se despertó el hijo de la pareja que dormía en la habitación contigua a la de su madre, si realmente se levantó tanto escándalo aquella noche?
Como se ha comentado, cuando se pregunte a cualquier investigador sobre si es posible cometer un crimen perfecto, éste responderá que no. Su respuesta se basa en el principio de Lockard, según el cual, el criminal siempre deja algo de él en la escena del crimen, ya sea una huella dactilar, una pisada, gotas de sangre o algún pelo o fibra. Así, partiendo de esas pistas una buena investigación llevaría a la detención de un sospechoso.
Pero no todo es tan fácil, porque antes hay que poseer una lista de sospechosos entre los que indagar y con los que cotejar las pruebas recogidas. Por esta razón se suele decir que para intentar cometer el crimen perfecto hay que respetar dos premisas básicas. Una, matar a alguien desconocido. Y dos, que no haya ningún tipo de móvil en el crimen. Por supuesto, hay que controlar otros aspectos como procurar no dejar huellas, que nadie nos vea, no comentar jamás con nadie lo ocurrido, continuar con nuestra vida cotidiana sin alterarla, no interesarnos demasiado por las noticias sobre el hecho… Y cumplir todo esto, no es nada sencillo.
Quizá la clave resida en la sencillez. En una sencillez tan estremecedora como la que impregnó la muerte de Julia Wallace el 20 de enero de 1931. Ese día, su marido, William Herbert Wallace, había salido para reunirse con un desconocido, que le había llamado el día antes por teléfono al club de ajedrez del que era socio. Cuando acudió a la cita descubrió que la calle indicada no existía, por lo que decidió regresar a su casa. Y allí, en presencia de sus vecinos, se encontró con su mujer asesinada.
La Policía sospechó desde el primer instante del marido, pero ninguna prueba consiguió incriminarle directamente, por lo que fue absuelto. Aún a día de hoy este caso se estudia en las academias de criminología por su sencillez y la aparente falta de motivos en el asesinato.
Y es que como Sherlock Holmes solía comentar al doctor Watson: el más vulgar de los crímenes es, con frecuencia, el más misterioso, porque no ofrece rasgos especiales de los que puedan extraerse deducciones.