Tranquilidad, era lo que se respiraba un día cualquiera del año 1962, en la calle Antonio Grilo de Madrid, una tranquilidad reemplazada en bullicio de transeuntes, vecinos y turistas, debido a la festividad del 1 de mayo, día del trabajador, que se celebraba en el día en que se perpetró la tragedia. La inusual concurrencia de la vía, se ve bruscamente interrumpida alrededor de las nueve de la mañana. A través de uno de los balcones del tercer piso del número 3, aparece la silueta de un hombre en pijama, sosteniendo entre sus brazos el cuerpo aparentemente inerte de un niño. Ante el asombro de la multitud, emprende un siniestro monólogo de gritos. ¡Los he matado! ¡Los he matado a todos! ¡Podeís verlos, aquí están! ¡Los quería mucho, pero los he matado a todos, por no matar a otros canallas!, exclamaba una y otra vez con voz quebrada. Tras mostrar el cuerpo de otras tres criaturas de corta edad y ante el estupor general, el hombre desaparece en el interior de la vivienda.
La primera persona en sobreponerse del impacto inicial, es la portera de la fínca, Genoveva Martín quién inmediatamente sube las escaleras en heroíco alarde y llega a la puerta de la vivienda situada en el tercer piso y llama a su dintel. Al otro lado de este, una voz grita:¡Los he matado a todos!.., ¡Un sacerdote..., un sacerdote! La buena mujer, corre entonces al cercano convento de los Carmelitas, volviendo en compañía de un fraile, que entabló un patético diálogo con el homicida, quién le exigió la absolución antes de suicidarse. Ante la negativa del carmelita, a no ser que antes le entregara el arma, la respuesta fue una detonación de arma de fuego, que terminó por consumar el drama.
Según declararon algunos vecinos días después, el Sr. Ruíz, se había transformado. Algo terrible se barruntaba, algo terrible le estaba pasando. Pasaba mucho tiempo sólo y se volvía cada vez, más histérico e irascible. Estaba cambiando...
José María Ruiz Martínez era un hombre de cuarenta años. Sastre de profesión, regentaba un establecimiento en la calle Luna, encima de un restaurante de los entonces denominados económicos, llamado Casa Pascual. El negocio era próspero y rentable, con una notable clientela, sobre todo fundamentada principalmente en los empleados de RENFE de la cercana estación de Atocha madrileña. Hacía quince años que había contraído con Dolores Bermúdez Fernández. Marido y mujer estaban bien avenidos. Fruto de este matrimonio eran cinco hijos: María Dolores, de 14 años; Adela, de 12; José María, de 10; Juan Carlos, de 7; y Susana, que no tenía más que 18 meses.
El matrimonio acababa de adquirir unos terrenos en el municipio de Villalba, con el fin de construir una segunda vivienda, para el recreo, los fines de semana y el verano, al lado de sus padres, que tenían junto a sus hermanos parcelas cercanas y donde habían, a su misma vez, levantado sus respectivas segundas viviendas.
El sastre de la calle Luna a la misma vez que iniciaba los proyectos de construcción y repentinamente, comenzó a cambiar de carácter. Él mismo, dirigía las obras y sus caprichos y cambios de parecer le granjearon el antagonismo de albañiles y contratistas. Lo que un día le parecía bien, al otro le parecía algo detestable. En poco tiempo no halló a nadie dispuesto a trabajar en la obra, pues mandaba derribar lo que el día anterior se acababa de levantar. Volvía a casa hoscamente, irascible, muy contrariado, llegando al extremo de ser apremiado por la propia familia, para recibir tratamiento psiquiatrico. ¿Qué extraños mecanismos comenzaron a accionarse o a desconectarse en la mente de aquel, en otro tiempo, agradable y familiar hombre? ¿Cómo se puede traspasar las fronteras de la cordura hasta la más pura locura homicída en el transcurso de tan sólo un par de meses?
Lo único que se pudo saber aquella fatídica mañana del 1 de mayo, fue que a las siete y media, José María Ruiz, desperto a la sirvienta, Juana García, mandándola a la farmacia en búsqueda de unos medicamentos. La chica volvió a la media hora, aludiendo que todas las farmacias estaban cerradas al ser festivo, la reacción de sastre fue mandarla a la farmacia de guardia. Quería estar solo. Su delirante mente hundida en una profunda enajenación mental le impulsaba a consumar un siniestro propósito. El holocausto de toda su familia.
Lo que pasó en el piso antes de que José María Ruiz se asomara gritando al balcón, con el cuerpo de uno de sus hijos en los brazos, se pudo reconstruir con el auxilio del informe del forense y de las diligencias que los funcionarios del Cuerpo General de Policía, así como el Juez de Guardia, instruyeron.
Cuando se escuchó aquella detonación detrás de la puerta, a través de la cual se desarrollara el dramático diálogo entre el fraile carmelita y el sastre, ya había acudido al lugar de autos, un coche del por entonces ya popular 091, y los bomberos, que fueron los que a golpes de hacha y haciendo la puerta añicos, entraron en primer lugar en la vivienda. Detrás de los restos de la puerta, se hallaba el cuerpo del sastre, que presentaba en la cabeza, una herida de bala producida por una pistola Walther calibre 6,35, de las que el homicida carecía de la oportuna licencia. Aún estaba con vida, cuando fue trasladado al Equipo Quirúrgico, falleciendo en el trayecto, antes de ser ingresado.
En el lugar se había personado el Juzgado de Guardia, que era el número 8 de los de Instrucción en Madrid. El magistrado Juez, Luis Cabreriza Botija, fue recorriendo las habitaciones del piso en donde se había desarrollado la más espantosa tragedía que se había conocido en Madrid en mucho tiempo. En la alcoba del matrimonio, en el suelo y junto a la cama, se hallaba el cadáver de la esposa del parricida, Dolores Bermúdez, muerta a martillazos. Y junto a ella, el cuerpo sin vida de la pequeña Susana, de 18 meses, degollada con un cuchillo de cocina. Este mismo cuchillo había sido usado por el desquiciado sastre para matar a sus otros cuatro hijos. José María, Juan Carlos y Adela, estaban en sus respectivas camas, no así la hija mayor, María Dolores, hallada en el cuarto de baño, sin duda tratando de huir de la furia homicida de su padre.
El juez de guardia ordenó el levantamiento de los cadáveres y la autopsia, así como la incautación de las armas homicidas: el martillo, la pistola y el cuchillo.
Psiquiatras eminentes opinaron que el sastre, obsesionado por las supuestas dificultades problemas y contratiempos que una y otra vez le proporcionaba la construcción de su chalet, debió despertarse aquella mañana con la monstruosa idea de matar a su familia. En su desequilibrado cerebro debieron de bailar miles de enemigos inventados en el delirio y como amaba entrañablemente a su mujer e hijos, no quiso abandoarlos a este infortunado mundo sufriendo, Dios sabe, que fantásticas, que desquiciadas, pesadumbres.
Un último dato de lo más inquietante y que hace pensar en retorcidas y malignas coincidencias, en oscuras y predestinadas sincronicidades. El edificio número 3 de la calle Antonio Grilo, tenía ya por aquel entonces un puesto destacado en la historia de la crónica negra madrileña. El 5 de noviembre de 1945, en el piso 1º derecha, el propietario e inquilino de la susodicha vivienda, un camisero de 48 años llamado Felipe De La Breña Marcos y natural de Puente del Arzobispo, provincia de Toledo, fue hallado cadáver. Le habían golpeado con un candelabro y posteriormente le habían estrangulado hasta la muerte. El móvil fue aparentemente el robo, pues la casa se hallaba revuelta, patas arriba. La Policía nunca pudo identificar y detener al autor de la asesinato del camisero de la calle Antonio Grilo. El crimen quedó impune.