Aprendimos entonces, a amar el verano con las siestas impuestas y forzosas, el religioso silencio y la imagen infantil, junto a colchones hinchables y camastros, del cuarto a oscuras, tan sólo atravesado por las rayas horizontales que dejaban los resquicios de las persianas, proyectando lo que ocurría en la calle, los lentos pasos de algún cansino caminante o de algún coche. Entonces amabamos, en el verano, la carne jugosa de frutas deliciosas, comenzando por la humilde sandía, en la que nos sumergíamos de oreja a oreja, impregnandonos de su rojo coral y frescor. ¿Lo recordaís?.
En aquellos tiempos, estabamos seducidos por el verano, la mayor libertad horaria, el empezar realmente la jornada cuando el sol se ocultaba y la ocupación de las calles hasta la madrugada, desde la terraza de los bares, hasta la hamaca en la puerta de nuestra casa, en nuestros pueblos. Te gustaba la aventura de acompañar a ese padre o a esa madre más calurosa, a dormir en la azotea, junto al balcón en el suelo, o en los lugares más insólitos de la casa donde el aire corría a veces y te regalaba una furtiva caricia.
Te parecía un tiempo de libertad en el que se instalaba en las consciencias de todos una relajación de costumbres, de horarios, de alimentos no aptos para el frío y austero invierno. En ese tiempo, se trastocaban las horas de entrada y salida, se relajaban las prohibiciones, salvo la de no molestar en la sagrada hora de la siesta, entonces todo estaba permitido. Te enamoró y nos enamoramos definitivamente, del olor del azahar tardío, del jazmín, del galán de noche, de la hierbabuena; unas fragancias que si las almas tienen sentidos, llevamos dentro desde la más tierna infancia.
Fue pasando el tiempo, y el verano te enredó con nuevos placeres: como ese breve espacio, a primeras horas de la mañana, en el que el aire era todavía suave y te sentías como ligero. Un tiempo para disfrutarlo en la soledad, con un cigarrillo y un libro en la mano, o con el diálogo imaginario con algún ser amado. Esas mañanas, que engañaban, que no anunciaban la batalla inmediata que comenzaba y que alcanzaba su cenit a mediodía, cuando los viandantes, pegados a las tacañas sombras que ofrecían las paredes, parecían espíritus que se daban a la fuga.
Muchísimo antes de que los aires acondicionados nos acentuarán esta intolerancia que sentimos al calor, cuando viajábamos a pleno sol con las ventanillas bajadas hasta el tope, los brazos afuera jugando con el ardiente aire, en aquellos tiempos todavía amabamos el verano, entonces disfrutabamos del placer de conducir de noche, ir al cine de verano, mirar el cielo buscando ver caer alguna estrella.
Con nostalgia, confieso que aún amo el verano, no el calor sofocante, sino la sombra, la naturalmente refrigerada oscuridad, el frescor que respiraban las casas ancianas a última hora de la tarde, el riego de los patios y las puertas de las calles, a base de cubos o con una manguera, que tras una primera vahada de calor, producía después una temperatura idílica, la que no podemos programar ni con el aparato de aire acondicionado más sofisticado. Pero los que más nos sigue fascinando a todos en esa sensación de infinitud, de tiempo sin tiempo, de eternidad, que nos ofrecía esta estación como ninguna otra.
Con todo esto no quiero decir que no me queje o no nos quejemos, sobre todo cuando llega la calor, más fiera y persistente que su congénere masculino. Todos apuraremos el día con la esperanza de que esta amaine, regatearemos con la hora de irnos a la cama y nos asomaremos al balcón, a la terraza, al patio, con la cabeza levantada, la vista al cielo, y la boca entreabierta como en una plegaria, una plegaria por una brizna de fresca brisa. Será entonces el momento de elegir entre dormir en sábanas calientes, con alguna caricia esporádica de un perdido soplo, o encender el aparato de aire acondicionado y dormir en ese país extraño sin sueños, a trompicones y con la sensación al día siguiente de no haber descansado. ¿No os pasa lo mismo?.
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