A finales del siglo XIX, el escritor irlandés Bram Stoker concibió una novela de terror relacionada con las leyendas centroeuropeas sobre vampiros y no muertos que ya habían servido de inspiración a otros autores decimonónicos como Polidori, el médico y compañero de viajes de Lord Byron. Indagando en este tipo de historias, Stoker tuvo conocimiento de la existencia de un príncipe rumano llamado Vlad Draculea, que había vivido en el siglo XV y se había hecho célebre, entre muchas cosas, por su, digamos, gusto por lo sanguinario.
La fortuna del sobrenombre de Drácula se debe en realidad a una confusión. Su padre, el príncipe o como se diría en allendes tierras, voivoda Vlad II de Valaquia, había ingresado en 1428 en la Orden del Dragón (Drac, en húngaro), de la mano del emperador Segismundo de Luxemburgo. Por ello fue conocido en adelante como Vlad Dracul, mientras que a su hijo se le llamó Vlad Draculea, que no es otra cosa que, hijo de Dracul. Pero miren ustedes por donde, en la mitología rumana la figura del dragón no existía y el término dracul designaba al diablo, con lo que Vlad III pasó a ser en rumano el hijo del diablo.
Ello coincide con la leyenda sobre la mítica crueldad y ánimo sanguinario de Vlad, recogida ya por crónicas de su época. En ellas se le presentaba como un príncipe aficionado a la tortura y entusiasta de la muerte lenta, que solía cenar bebiendo la sangre de sus víctimas o mojando pan en ella. Se calcula que en sus tres períodos de gobierno, que suman apenas siete años, ejecutó a unas 100.000 personas, en la mayoría de los casos mediante la técnica del empalamiento. Por esta siniestra razón se le conoce desde el siglo XVI como Vlad Tepes, o lo que es lo mismo, Vlad el Empalador.
Para llegar a comprender esta fama hay que situarse en el contexto de los Balcanes en las décadas centrales del siglo XV, como bíen relata la siempre por mi admirada película de Coppola. En aquel entonces el Imperio Otomano se hallaba en plena fase de expansión por el suroeste de Europa: Grecia quedó sometida desde la década de 1360, Serbia de 1389 y Bulgaria en 1396. Frente a los otomanos se encontraban el reino de Hungría y los principados en los que entonces se dividía la actual Rumania: Valaquía y Moldavia, junto a Transilvania, territorio autónomo perteneciente a Hungría.
Las guerras de frontera se convirtieron en una constante; guerras de extraordinaria violencia y crudeza, en las que las ejecuciones sumarias y represalias masivas estaban digamos, a primera orden del día. Vlad de Valaquia fue un producto de este ambiente, y su vida fue una lucha continua por el poder, pero sobre todo por la supervivencia.
Según la mayoría de los autores, el príncipe Vlad III de Valaquia nació en Sighisoara (Transilvania) en 1431, y fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad II, voivoda de Valaquia. Con apenas 13 años marchó a la corte otomana, junto a su hermano Radu, como rehén o garantía de sumisión. Vlad II, en efecto, había establecido con los turcos una alianza que le valió la enemistad del regente de Hungría, Juan Hunyadi, de origen valaco. En 1447 éste preparó una ofensiva contra Vlad, apoyándose en los boyardos valacos, nobles prohúngaros. El resultado fue la muerte del voivoda y de su hijo Mircea.
Irritado por la pérdida de su aliado en Valaquia, el sultán otomano Murat declaró a su hijo Vlad Draculea pretendiente al trono. Al año siguiente lanzó a sus tropas contra Hunyadi, derrotándolo totalmente en Kosovo. Vlad aprovechó la situación para apoderarse del trono de Valaquia, pero su primer período de gobierno duró más bien poco, pues el mismo año 1448 fue expulsado a instigación de Hunyadi.
Vlad se refugió inicialmente en la corte del sultán otomano, con la esperanza de que lo ayudara a volver a Valaquia. Pero, defraudado en sus aspiraciones, en 1449 marcho a Moldavia, donde al parecer tenía parientes. En los años siguientes intervino en las luchas intestina moldavas, hasta que en 1451 marchó a Transilvania. Instalado en ciudades alemanas del país, como Kronstadt, trató de reunir apoyos con vistas a recuperar el perdido trono de Valaquia. La oportunidad le llegó tras la conquista de Constantinopla por Mehmet II en 1453. Viendo a Hungría cada vez más amenazada por los otomanos, Hunyadi se lanzó a buscar aliados para un enfrentamiento directo con los turcos. El noble que entonces era voivoda de Valaquia se mostraba cada vez más entregado a los otomanos, y Hunyadi pensó en sustituirlo llamando a Vlad. Éste, olvidó todo rencor por la muerte de sus familiares y se lanzó al combate.
Fue así como en 1456 logró al fin, hacerse de nuevo con el gobierno de Valaquia. Inició entonces su fase de gobierno más larga, hasta 1462, aquella que le ganaría ante los contemporáneos y la historia la siniestra reputación que desde aquel momento le acompaño.
Esta fama se debe en primer lugar a los métodos que Vlad empleó en la guerra. Desde que en 1460 decidió negarse a pagar tributo alguno a los turcos, el enfrentamiento armado se hizo de alguna manera, inevitable, y este revistió los tintes de una cruzada, tan brutal y sanguinaria como las que se habían llevado a cabo en Tierra Santa en siglos anteriores.
La campaña de 1462 nos da un ejemplo de sus métodos. En respuesta a una ofensiva turca, Vlad atravesó el Danubio para saquear el país búlgaro, entonces parte del Imperio Otomano. Al término de la campaña envió al rey húngaro Matías Corvino dos sacos llenos de orejas, narices y cabezas, acompañados de una carta en la que le decía: He matado a hombres y mujeres, a viejos y jóvenes, desde Obluctiza y Novoselo hasta Samvit y Ghigen. Hemos matados a 23.884 turcos y búlgaros, sin contar a aquellos a los que quemamos en sus casas, o cuyas cabezas no fueron cortadas por nuestros soldados... Terminemos juntos lo que juntos hemos iniciado, y aprovechemos esta situación, puesto que, si Dios Todopoderoso escuha las oraciones y los ruegos de la Cristiandad, si favorece los ruegos de sus piadosos servidores, nos concederá la victoria sobre los infieles, enemigos de la Cruz. Vlad, no de otra manera, se veía a sí mismo como un cruzado.
Al mismo tiempo, el voivoda aplicó las mismas tácticas violentas contra sus súbditos, a fin de asegurar su autoridad. No le faltaban motivos para temer por su posición. La nobleza boyarda se mostró desafecta, absteniéndose de participar en la guerra contra los turcos. Los colonos alemanes, por su parte, protagonizaron diversas revueltas. De ahí que, como brazo ejecutivo de la justicia, el voivoda la impusiera con crudeza, castigando duramente a los delicuentes y sofocando rebeliones. Las sádicas ejecuciones de sus víctimas resultaban ejemplares, y contribuían a imponer el orden. De algún modo podría decirse que su máxima era que el temor traía consigo la obediencia.
Su severidad dio lugar a historias como la de la jarra de oro que dejó frente a su residencia en Tirgoviste, para que los viajeros pudiesen beber agua en ella; tal era el temor que inspiraba el gobernante que nadie osó nunca robarla. Pero el método de castigo con el que se asocia la figura de Vlad es, claro está el del empalamiento. No fue una invención de Vlad, sino que su historia se remontaba al menos a la antigua Asiria y se utilizaría durante largo tiempo.
Las fuentes apuntan, en todo caso, que Vlad llegaba a extremos de macabro refinamiento, prolongando la agonís de los condenados y utilizando los cuerpos de los empalados como terrorífica advertencia. El ejemplo más conocido de su ensañamiento lo constituye el conocido como Bosque de los Empalados, lugar en el que se dice que Tepes hizo talar todos los árboles para empalar a más de 20.000 prisioneros. El cronista Calcondilo asegura que Mehmet II, al visitarlo en 1461, retrocedió horrorizado, aunque al mismo tiempo eligió a un príncipe que demostraba ser un experto en el arte de gobernar mediante el terror.
¿Hasta qué punto son ciertos estos relatos sobre la crueldad de Vlad? No hay duda de el algunos de ellos son redenciosos, como sucede con las crónicas alemanas, surgidas del testimonio de los colonos germanos de Transilvania hostigados por el voivoda. Otras crónicas, en cambio, lejos de censurar el sanguinario príncipe, elogían sus métodos implacables; es el caso de los testimonios rusos. En la época y lugar en que vivió Vlad, su crueldad no fue en modo alguno excepcional, aunque no cabe duda de que pocos llevaron tan lejos sus métodos terroristas.
En 1462 Vlad fue derrotado por los turcos. Pasó doce años prisionero en Hungría, hasta que en 1476 recobró su utilidad como candidato al trono de Valaquia. Su tercera etapa como voivoda terminó al caer abatido en una emboscada turca. Su cabeza fue exhibida en Estambul, y su cuerpo fue enterrado en el monasterio del lago Snagov.
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