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miércoles, 16 de noviembre de 2011

Los Hombres Buenos

Autier era un prestigoso notario y jurista occitano que a principios del siglo XIV abandonó cuanto poseía para entregar su vida al catarismo. En una ocasión resumió con una distinción al mismo tiempo simple y radical los dos caminos que, en su opinión, cabía adoptar dentro del mundo religioso medieval: Hay dos Iglesias: una huye y perdona (Mateo 10, 22-23), mientras que la otra posee y desolla. La que huye y perdona sigue el recto camino de los apóstoles; nunca miente ni engaña. Y la que posee y desolla no es otra que la Iglesia de Roma...


Casi un siglo antes, un libro ritual cátaro, que se conserva hoy día en la biblioteca del Trinity College de Dublín, lo había explicado, por asi decirlo, lo había explicado con otras palabras: Daros cuenta de hasta qué punto las palabras de Cristo contradicen a la maligna Iglesia romana. No sólo no es perseguida, ni por el bien ni por la justicia que deberían habitar en su interior; al contrario, es ella quien persigue y mata a todos cuantos se oponen a sus pecados y a sus prevaricaciones. Y no huye de ciudad en ciudad, sino que señorea sobre las ciudades y los pueblos y las provincias, y se asienta con toda grandeza en las pompas de este mundo; y es temida por reyes, emperadores y otros barones..., y, por encima de todo, persigue y mata a la santa Iglesia de Cristo, que todo lo sufre con paciencia, como la oveja que se defiende del lobo...


Así pues, para los cátaros, el más importante movimiento religioso disidente que se desarrolló en Europa entre los siglos XI y XV, había dos sendas antagónicas e irreconciliables. A un lado estaba la Iglesia oficial, poderosa y mundana, que se había alejado por completo del mensaje evangélico y que en aquellos momentos históricos pugnaba por sonsolidar la llamada teocracia pontificia, es decir, el predominio absoluto de la Santa Sede sobre el poder temporal.


Frente a ella se encontraba la auténtica Iglesia de Cristo, fiel seguidora de la vida apostólica, consecuente con los principios evangélicos que predicaba sin cesar, y que era víctima de la persecución que Jesucristo había anunciado a sus seguidores más genuinos: Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán (Juan 15, 20); o bien: Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos (Mateo 10, 16)...


Sin embargo, a pesar de hallarse tan radicalmente enfrentadas ambas iglesias eran cristianas. Hasta mediados del siglo pasado existió una corriente historiográfica que puso en duda el carácter cristiano del catarismo y pretendió vincularlo de modo exclusivo a presuntas influencias orientales, en particular al maniqueísmo del siglo III u otras creencias más o menos gnósticas, desarrolladas también a principios de nuestra era. En estos días, en cambio, prácticamente nadie discute ya que la Iglesia cátara, que arraigó sobre todo en el Languedoc y en el norte de Italia, era plenamente cristiana, aun cuando estaba del todo alejada, de la ortodoxía católica.


La filiación cristiana de la Iglesia de los bons homes occitanos se acredita fundamentalmente en base a los siguientes argumentos: los cátaros eran seguidores indubitados de Jesús; basaban su predicación en las Sagradas Escrituras, con una predilección especial por el Evangelio de Juan; reproducían en gran medida los ritos, las prácticas y el modelo de organización del cristianismo primitivo; y, por último, proponían un modelo de salvación fundado en la recepción de un sólo sacramento, el bautismo del Santo Espíritu o consolament.


Pero, si bien existían puntos en común, las diferencias entre el catarismo y el cristianismo ortodoxo no eran por ello menos profundas. Tales diferencias están en gran medida relacionadas con el dualismo que define a la religiosidad de los cátaros; un dualismo que significativamente aparece ya en el título del texto cátaro más importante que ha llegado hasta nuestros días: el Liber de duobus principiis, o Libro de los dos principios.


En efecto, en contraste con el principio único del catolicismo, Un solo Dios, padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, según la definición del concilio de Nicea del año 325, el catarismo afirmaba la existencia de dos principios originarios, opuestos e irreconciliables. El dualismo cátaro opone a Dios, autor de los espíritus, del bien y del Nuevo Testamento, a Satanás, autor de la materia, del mal y del Antiguo Testamento. Ello hizo que los cátaros efectuaran una lectura propia de la Biblia y que formularan una visión alternativa de algunas creencias cristianas fundamentales, como la creación del mundo, la figura de Jesucristo, el infierno y el paraíso, así como el fin de los tiempos.


En su búsqueda de respuestas a los orígenes del mundo y al problema que plantea la existencia del mal, los cátaros distinguieron dos creaciones, una buena y otra mala. La primera creación, obra del Dios verdadero, era incorruptible y eterna; la segunda, en cambio, era obra del diablo, y contenía todas las cosas vanas y corruptibles.


Los cátaros buscaban en la Biblia la explicación sobre el origen de los tiempos. Así, predicaban de modo incesante que la obra del Dios bueno no puede ser destruida ni dejar de existir. Así lo afirma, por ejemplo, el Eclesiastés (3, 14): He entendido que todo lo que Dios hace dura para siempre. Por otra parte, y según se desprende de múltiples lugares de la Biblia, el Dios de verdad y de justicia era asimismo el autor del cielo y la tierra nueva, de la tierra de los vivientes, de la Jerusalén celestial, es decir, del paraíso.


Por su parte, su antagonista, el dios malvado, corruptor de una parte de los espíritus celestiales, era el creador del mundo a su vez corruptible, integrado por la tierra y todo lo que contiene: el universo, el mar, las montañas, los animales, las plantas, los seres humanos. Para los cátaros, los hombres eran unos cuerpos de carne, concebidos también como una especie de túnicas de piel o de tierra de olvido, creados por el dios del mal en el mundo perecedero, cuerpos en los que los ángeles caídos del paraíso estaban condenados a permanecer encarcelados para siempre.


Para los cátaros, Dios no podía asistir impasible a la condena de sus criaturas, y por ello acabó por enviar a la tierra a su hijo, Jesucristo. Los cátaros concebían la figura de Jesús de acuedro con la doctrina del docetismo, o lo que es lo mismo, sostenían que fue un ser puramente espiritual, dotado de una simple apariencia humana. Para ellos, Cristo tenía una doble misión: por una parte, la de arrancar a los ángeles caídos del olvido permanente en el que vivían; por otra parte, la de ofrecer a los hombres el consolament, el sacramento de salvación, un bautismo de espíritu y de fuego que garantizaba la salvación de cuantos lo recibían.


Así pues, para los cátaros, la historia de la humanidad, el triste desvarío de hombres y mujeres en este bajo mundo, no tenía otro objeto más que la salvación sucesiva de unos espíritus caídos que, en el caso de que no alcanzaran a recibir el consolament en el momento de su muerte corporal, se verían obligados a dar vueltas de un lado para otro consumidos por el fuego de Satanás y no obtendrían un momentáneo reposo hasta que lograran encarnarse en otro cuerpo para vivir una nueva existencia: es la creencia cátara en la metempsicosis o transmigración de las almas.


En este sentido, el fin de la historia de la humanidad, es decir, el fin de los tiempos, había de producirse cuando lograra salvarse el último de los espíritus seducidos por Satanás y encarcelado en la carne corruptible de un cuerpo humano: Entonces, los justos resplandecerán como el sol en el reino de Su Padre, dice el Evangelio de Mateo (24, 28). Para los cátaros no había Juicio Final, ni tampoco, muy significativamente, ninguna clase de infierno, puesto que en realidad no existía más infierno que este bajo mundo, que debía ser destruido y regresaría a la nada de donde surgió.


Cabe añadir, en este sentido, que en el siglo XIV los últimos buenos hombres occitanos, el mismo Píère Autier, que se ha citado al principio, seguían predicando que incluso las almas de sus acérrimos perseguidores, los inquisidores, momentáneamente cegados en las tinieblas del error, se salvarían como las demás.


Ésta es, en resumen, la estructura doctrinal del pensamiento de los bons homes, que lógicamente ofreció, con el paso del tiempo y las diversas escuelas doctrinales, algunas variantes. Esa particular visión del origen del mundo, de la creación del hombre y del fin de los tiempos se tradujo, en la práctica, en una serie de reglas y en una liturgia que también distinguían esencialmente a los cátaros de los católicos.


Un elemento básico de distinción ha sido mencionado más arriba: se trata del consolament, el único sacramento reconocido por el catarismo, frente a los siete que la Iglesía católica dejó establecidos en el siglo XIII. El consolament era una especie de bautismo que se realizaba mediante el antiguo rito cristiano de la imposición de manos. Los cátaros los practicaban en dos variantes. Por un lado, el consolament se ofrecía a las personas moribundas, como garantía de la salvación de su alma. Por otro, era un instrumento de ordenación para aquellos que, después de un período de noviciado, deseaban convertirse en religiosos de su Iglesia y continuar así, con la obra de los apóstoles.


Aquellos que habían recibido el sacramento del consolament eran designados por la Iglesia oficial con la palabra insultante de cátaros, mientras que el pueblo creyente los denominaba buenos hombres o buenas mujeres, o bien buenos cristianos o buenas cristianas. Por su parte, los polemistas católicos los calificaban en algunas ocasiones de perfecti heretici, es decir, herejes consumados, y no perfectos, y los papeles de la Inquisición solían designarlos más a menudo con el nombre de heretici, a secas, o heretici induti, o sea herejes revestidos.


Sin embargo, en la práctica, los miembros propiamente dichos de la Gleisa de Dio, Iglesia de Dios, como la llamaban los creyentes del Languedoc, eran reconocidos por la gente normal y corriente de su tiempo por prácticas mucho más cotidianas y más a ras de suelo. Eran, por poner un ejemplo, aquellos que no probaban la carne ni otros productos que fuesen fruto de la generación de unos cuerpos creados por el demonio (en cambio, el pescado era aceptable, por la simple razón de que en la Edad Media se pensaba que los peces nacían de los efluvios de agua). O bien aquellos hombres y mujeres que practicaban una castidad absoluta, una abstinencia total de los placeres y de la obra de la carne, por lo que no daban valor alguno al sacramento del matrimonio y lo consideraban un simple concubinato.


Los cátaros también se identificaban porque en tiempo normal, es decir, antes de la persecución de que fueron objeto a principios del siglo XIII, vivían en casas abiertas en el corazón de los pueblos y ciudades, muy al contrario de la práctica católica de la vida monástica. Asimismo, se dedicaban incesantemente a la predicación y a la oración. En tiempos de libertad, vestían un sencillo hábito oscuro de burel y solían ir barbudos. Compaginaban su vida religiosa con la práctica de un trabajo manual, porque así lo prescriben para los cristianos las epístolas de San Pablo y porque ellos no cobraban diezmos de su feligresía ni se comportaban, por así decirlo, como señores feudales, a diferencia de los clérigos y los obispos de la Iglesia de Roma.


Los cátaros vivían en comunidades separadas por sexos, y dedicaban largos ratos a la oración, siguiendo una liturgia de las horas que se repartía a lo largo del día y de la noche. De vez en cuando, recibían la visita de un diácono o de un obispo, las únicas personas de la comunidad cátara con autoridad por encima de los bons homes, aunque carecían del estatus que esos mismos cargos tenían en la jerarquía católica. Entonces les profesaban un acto de sumisión y, al mismo tiempo, de penitencia, que era conocido con el nombre de servisi o aparelhament.


Antes de comer, los cátaros realizaban juntos la ceremonia del pan de la santa oración, una partición ritual del pan al estilo agapè (comida en común) de las iglesias cristianas primitivas. Sin embargo, dado que los cátaros se burlaban de lo que el IV concilio católico de Letrán (1215) designó ya con el nombre de transubstanciación (la conversión sustancial, en la Eucaristía, del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo), no atribuían al pan de la santa oración ningún carácter eucarístico, y consideraban esa ceremonia como un simple acto de fraternidad y un memorial de los gestos de Cristo durante la Última Cena.


Por su parte, los fieles seguidores de la Iglesia de los bons homes, cuando se cruzaban con algún cátaro en cualquier parte o en medio de la calle, debían demostrarles visiblemente su respeto y veneración mediante el rito del melhorier, que incluía tres prosternaciones e invocaciones varias y que los comprometía enteramente a los ojos de todo el mundo.


Los cátaros formaban, sin duda, una comunidad singular. Siguiendo las reglas de justicia y verdad, vivían con una extrema pobreza y coherencia evangélica, observaban tres cuaresmas al año y se comprometían a no jurar ni mentir, a no matar y a no juzgar a los demás. Y solían cumplir esas reglas, hasta el extremo de que no tomaron las armas ni siquiera para defenderse de la persecución de la que fueron víctimas, y cuando caían prisioneros confesaban sin ambages una fe que les conduciría directamente hasta la hoguera.


Los cátaros no tenían templos ni campanas, no veneraban imágenes ni reliquias, ni entonaban cantos religioso. Tampoco querían saber nada de la cruz: ¿venerarías acaso el instrumento de suplicio de tu padre?, se decían entre sí. Además, consideraban las indulgencias, o lo que es lo mismo, la remisión de una penitencia a cambio de una donación a la Iglesia, como un medio de chantaje y extorsión. A diferencia de los clérigos católicos, leían los textos bíblicos en la lengua del pueblo, algo que sin duda otorgaba a su predicación una mayor proximidad y eficacia.


La Iglesia de los cátaros fue víctima de una feroz persecución por parte de la Iglesia de Roma, que dispuso todos los medios posibles, pacíficos o violentos, para extirpar la peste herética. Los más importantes fueron sin duda la formación de un ejército que invadió los territorios contaminados del actual mediodía de Francia, es lo que la historia ha venido en llamar la cruzada albigense, y la creación de los tribunales de la Inquisición en el segundo tercio del siglo XIII. En cuanto a la cruzada, no logró su teórico objetivo religioso, pero en cambio supuso, en el plano político y militar, la anexión de los condados y vizcondados del Languedoc a la corona de Francia (1271).


Por su parte, la actuación sitemática y tremendamente eficaz de la Inquisitio heretice pravitatis (encuesta sobre la perversidad heética), a cargo fundamentalmente de la nueva orden de los frailes predicadores o dominicos y a lo largo de toda una centuria, acabó no tan solo con la vida de gran número de miembros de la Iglesia sino, más importante todavía, con el entramado social que soportaba todo el movimiento disidente. Ello ocurrió así a fines de la decada de 1320 en tierras occitanas, en el norte de Italia a principios del siglo XV y en las tierras de Bosnia, último reducto del catarismo, con la invasión de los turcos a mediados del siglo XV.


Un clamoroso silencio pareció producirse tras la paulatina extinción de las comunidades cátaras por toda Europa. Cabe preguntarse qué quedó de la Iglesia cátara occitana después de dos siglos de existencia, de veinte años de guerra y de un centenar de Inquisición. Lo cierto es que el marco religioso cambió por completo desde mediados del siglo XIII, con la expansión de las ordenes mendicantes católicas, la nueva mística franciscana y la ortodoxia subsiguiente a la obra teológica del dominico Tomás de Aquino.



A pesar de todo ello, se ha dicho que en el seno de la mentalidad popular del Languedoc quedaron las brasas de una mentalidad anticlerical, que ayudaría a la eclosión de la Reforma protestante a principios del siglo XV. Después sobrevino un silencio que pudo parecer definitivo, hasta que las nuevas corrientes románticas del siglo XIX giraron sus ojos, también en Francia y concretamente en el país de la lengua de Oc, hacia los resplandores y los mitos medievales. Y, entre todos ellos, exhumaron muy pronto la memoria de una Iglesia perseguida que tuvo un pasoo tal vez fugaz pero, a fin de cuentas, muy relevante en la historia de Europa.

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