Ese es el significado de la palabra griega galaxia. Durante miles de años en la oscuridad de la noche, la humanidad ha contemplado esa lechada de estrellas coronando nuestro planeta y ha creído a ciencia cierta, que allá en lo alto había un trono de oro ocupado por un toro omnipotente, que vigilaba nuestros actos, fiero o misericordioso, según convenía a sus servidores de acá abajo. A lo largo de la historia de esta humanidad nuestra, la mirada del ser humano hacia la misteriosa maravilla de la noche estrellada ha ido evolucionando: primero fue religiosa, luego se hizo poética y mítica, y finalmente, ha entrado en poder de la ciencia.
La Vía Láctea es una entre miles de millones de galaxias del universo explorado por los telescopios. Sus medidas son de 100.000 años/luz de largo y 20.000 años/luz de ancho. Según un cálculo aproximado por científicos de la Nasa, sólo en la Vía Láctea, pese a ser una de las galaxias más pequeñas conocidas, puede haber del orden de 40.000 millones de planetas habitables como el nuestro. Uno de esos planetas es el recientemente descubierto y galimatíico GJ581g.
Dicho esto hay que sentarse en un sillón muy cómodo para contemplar con una mirada nueva al cielo estrellado, con un buen whisky en la mano sabiendo que estamos infinitamente coronados por una vida tan sucia, proteica, maravillosa y única, como la nuestra, movida por la misma hélice aminoácida universal. Los antiguos, sabiamente, ya daban a algunas constelaciones nombres de animales, como símbolos más o menos míticos, veáse, cisnes, canes, tauros, escorpiones. Eran sólo imagenes geométricas, pero ellos creían fervientemente que regían nuestras vidas, nuestros destinos. Ahora, a estas alturas, Dios es ese toro sagrado al que la física moderna ha agarrado ya al toro por el rabo. El cerebro humano tiene la capacidad de viajar a mayor velocidad que la misma luz, hasta el límite razonable del espacio y del tiempo.
Si el pensamiento del ser humano no es más que una descarga magnética, como sostienen las mentes más mecanicistas, a bordo de ella se puede llegar en un instante a cualquier galaxia donde sin ningún género de dudas, estará tocando el piano otro Duke Ellington o cantando otro Frank Sinatra o cantándo los grillos en praderas extraterrestres o croando las ranas en las infinitas charcas cósmicas. No es necesario levantarse del sillón, esa extensión de leche nocturna de allá arriba está a nuestro alcance en el fondo del vaso. Hoy los ya sólo son teólogos los astronomos, la fe consiste ahora en creer a ciencia cierta que el sonido de los grillos y las ranas junto con las risas de la fiesta en la casa de al lado se produce a miles de años/luz en otra galaxia, como infinito reflejo de nuestras propias vidas.
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