Aunque tener clase no desdeña la nobleza física como un regalo añadido, su atractivo principal se deriva de la belleza moral, que desde el interior del individuo determina cada uno de sus actos. La sociedad está llena de este tipo de seres privilegiados, aunque a veces pasen desapercibidos. Tanto si se es un campesino analfabeto o un artista famoso, carpintero o científico eminente, funcionaria, fontanero, arqueologa, profesora, albañil rumano o cargador senegalés, a todos les une una característica: son muy buenos en su oficio y cumplen con su deber por ser su deber, sin darle más importancia. Luego, en la distancia corta, los descubres por su aura estética propia, que se expresa en su forma de mirar, de hablar, de guardar silencio, de caminar, de estar sentados, de permanecer siempre en un discreto segundo plano, sin rehuir nunca la ayuda a los demás, ni la entrega a cualquier causa noble, alejados siempre de las formas agresivas, como si la educación se la hubiera proporcionado el aire mismo que respiran. Y encima les sienta bien la ropa, con la elegacia que ya se lleva en los huesos desde que se nace.
Este país nuestro sufre hoy una avalancha de vulgaridad insoportable. Las cámaras y los microfónos están al servicio de cualquier mono patán que busque, a como dé lugar, sus cinco minutos de gloria, a cambio de humillar a toda la sociedad. Pero en medio de tanta chabacanería y mal gusto reinante también existe gente con clase, ciudadanos resistentes, atrincherados en su propio baluarte ético, que aspiran a no perder nunca su dignidad individual. Los encontrarás en todas partes, si sabes buscar bien, en las capas altas y en las bajas, en la derecha y en la izquierda. Con ese toque de distinción, que emana de sus cuerpos, son ellos los que purifican el caldo gordo de la calle, en el día a día, y que nos permiten vivir sin ser totalmente humillados por el resto.
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